Escucho en la estación de Metro que unos escolares gritan “evadir, no pagar, otra forma de luchar”.
Me acerco y miro como dudando de lo que observo, de mi presencia allí inclusive, no puedo creer lo que ya me habían contado: una docena de jóvenes entre 13 y 16 años, la mayoría con el pelo de colores o rapado a un lado, piercings en la oreja, la ceja o la nariz, uniforme de colegio y puño en alto o saltando entre los módulos de acceso, empujando a la gente, gritando desenfrenados no por convicción sino por adicción -sino lo comparte, es su problema, usted no estaba allí en ese momento- y tratando de hacer que la gente trabajadora no pague, malogre los controles, irrespete lo establecido para usar un servicio de todos y para todos. Eso ocurría, eso ocurre seguido.
Si usted es de los mayores de 50, pues lo atacan y agreden con mayor razón: “viejo culiao” o algo así le gritan en pleno rostro, provocando que se les responda con un cachetadón pero, son niños estos imbéciles, no se puede poner en su sitio a estos protegidos de la sociedad.
Y no sólo a los viejos. Si su hijo o un joven de las mismas edades tiene la mala suerte de estar allí, prefiere darse media vuelta y caminar a otra estación, para evitarse también la agresión directa, el insulto, el escupitajo y los golpes, para escapar de la violencia contra quien no es parte de ese resentimiento social puesto en escena por la izquierda chilena y grupos aún más extremistas que han lavado las mentes de miles de estudiantes sobretodo, a lo largo de los últimos años.
¿Y que te dicen luego de tanto grito y mirada retadora? “Por una nueva Constitución”. Se los dije, algo se pudre en este grupo de jóvenes y no es precisamente, considero yo, producto de sus hogares, de sus padres, sino de la escuela, sobre todo la pública, tanto como algunas universidades que deambulan entre producir menos talento o no tenerlo nunca más.
No todos están podridos, es cierto, pero como que manejan a todos los que no lo están o dan esa impresión y nadie los enfrenta, quiero decirlo claramente, con represión.
Asustense ustedes. La represión se justifica (ellos dicen, la rebelión de justifica). El Estado de Derecho, que debe ser garantizado por el gobierno (las autoridades y los poderes públicos) tiene el deber, la obligación de defender a la sociedad en su conjunto y no permitir que la violencia se apodere de las ciudades e imprima miedo en las gentes, porque escala libremente a la subversión y eso, ya no es tolerable, porque viene la impunidad política y los jóvenes “culiaos” -ahora pues, te paso tu insulto- atacan, destruyen, incendian y ¿salen libres en menos de 24 horas luego que los Carabineros los detienen en el marco del ejercicio de sus funciones?
¿Las cosas al revés en Santiago de Chile? Entonces ¿qué sucede al interior? Que las hordas se reproducen, que los extremistas ganan terreno con el miedo y eso se llama terrorismo, no tiene otro nombre, pero si lo dice un chileno de la otra vereda se le van encima, entonces, yo que no soy de allí, puedo decirlo desde acá: el terrorismo está presente en Chile, muy organizado, no sólo en La Araucanía, siguiendo etapas de adoctrinamiento, entrenamiento en acciones focalizadas, labores de proselitismo selectivo y masivo, edición de mensajes en redes sociales, alianza notoria con el narcotráfico y uso de recursos financieros inmensos que aprovechan para sus desplazamientos y movilizaciones previas a las elecciones y muy intensas -ya lo verán- cuando se instale seguramente una asamblea o poder constituyente, en pocas palabras, página blanca para la marea roja.
Esto no es el diluvio ni el apocalipsis, por ahora, al contrario. Chile tiene las herramientas y las armas necesarias para defenderse internamente, tiene el deber de recuperar el ámbito educativo y por supuesto el político, reinstalar la cadena productiva de gentes de provecho desde la escuela y la universidad, y tiene que hacerlo rápido porque la amenaza del envejecimiento y la longevidad está ajustando el cuello de los recursos y de eso, nadie habla nada y es la cereza del pastel futuro, ya les contaré luego.
En fin, esos niños, esos jóvenes atormentados por no querer estudiar, por no querer trabajar, consternados por vivir agrediendo y sometiéndose a la violencia ejerciéndola contra gentes pacíficas, necesitan un látigo que los enrumbe y un abrazo que los premie, si se portan bien.
Si algo se contamina ¿no es hora de actuar?