En la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María la liturgia de la Iglesia nos invita a meditar la conmovedora escena la Anunciación. San Josemaría gustaba de entrar en ella, como en todas las de Evangelio, para vivirla desde dentro, como un personaje más: “No olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino… –Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena…”.
El ángel Gabriel se dirige a María: Jaire, kejaritoméne! –dice el texto griego.
El término jaire es un saludo que literalmente significa: “alégrate”. En efecto, siempre que Dios está cerca, una alegría serena invade el alma. “La misma palabra –hace notar Benedicto XVI– reaparece en la Noche Santa [del nacimiento de Jesús] en labios del ángel, que dijo a los pastores: ‘Os anuncio una gran alegría’ (cf. Lc 2, 10). Vuelve a aparecer en Juan con ocasión del encuentro con el Resucitado: ‘Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor’ (Jn 20, 20). En los discursos de despedida en Juan hay una teología de la alegría que ilumina, por decirlo así, la hondura de esta palabra: ‘Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría’ (Jn 16, 22)”.
La palabra jaire está relacionada en griego con járis (que significa “gracia”), porque la alegría es inseparable de la gracia. María “ha sido abundantemente objeto de la gracia” (v. 28), que eso significa literalmente el término kejaritoméne, traducido por “llena de gracia”. Dios la había escogido para ser madre de su Hijo hecho hombre y, por eso, en atención a los méritos de Cristo, había sido preservada del pecado original desde el momento en que fue concebida por sus padres.
El Señor le anuncia que concebirá y dará a luz un niño, que llevará el nombre de Jesús (es decir, Salvador). Será el Mesías prometido, aquel que recibirá “el trono de David”, y, aún más, el “Hijo del Altísimo”, el “Hijo de Dios” verdadero.
Lo concebirá virginalmente, sin concurso de varón, por obra y gracia del Espíritu Santo: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (v. 35). Durante la peregrinación del pueblo de Dios por el desierto camino de la tierra prometida, la presencia del Señor se manifestaba a través de la nube que cubría el santuario, ahora será el Espíritu Santo el que cubrirá con su sombra ese Santuario de la presencia de Dios que es el cuerpo de María.
Por eso, sigue diciendo el ángel, “el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios” (v. 35). El adjetivo “santo”, por la posición en la que aparece en el texto griego original y en esta traducción, va calificando el modo de nacer: “nacerá santo”, en posible alusión a su nacimiento virginal.
María, diciendo sencillamente que “sí” se convierte en la madre del Hijo de Dios hecho hombre. Benedicto XVI observa que “los Padres de la Iglesia han expresado a veces todo esto diciendo que María habría concebido por el oído, es decir, mediante su escucha. A través de su obediencia la palabra ha entrado en ella, y ella se ha hecho fecunda”.
“El misterio de la Inmaculada Concepción es fuente de luz interior, de esperanza y de consuelo –comentaba también Benedicto XVI, en otra ocasión–. En medio de las pruebas de la vida, y especialmente de las contradicciones que experimenta el hombre en su interior y a su alrededor, María, Madre de Cristo, nos dice que la Gracia es más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más poderosa que el mal y sabe transformarlo en bien. (…) Esta mujer, la Virgen María, se benefició anticipadamente de la muerte redentora de su Hijo y desde la concepción fue preservada del contagio de la culpa. Por eso, con su corazón inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, él os salvará”.
Evangelio (Lc 1,26-38)
En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.
Y entró donde ella estaba y le dijo:
— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.
Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. Y el ángel le dijo:
— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.
María le dijo al ángel:
— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?
Respondió el ángel y le dijo:
— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.
Dijo entonces María:
— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia.