Una y otra vez vuelvo a pensar en las empresas con alma o, más en general, las organizaciones e instituciones con alma. El alma es el principio vital de un organismo. “Mutatis mutandis”, cambiando lo que haya que cambiar, se puede decir que para una organización humana su Ideario es como su alma, su principio vivificador. Una planta, un animal sin alma mueren; las organizaciones, en cambio, pueden seguir operando sin ideario. A falta de alma, han desarrollado un exoesqueleto que las mantiene funcionando. Han refundido en el baúl de los recuerdos, aquello que inspiró a sus fundadores. La empresa sin alma consigue resultados, al precio de ser una máquina dispensadora de productos y servicios. Eficacia, mucha; camiseta, casi nada.
Las organizaciones con alma tienen el espíritu emprendedor y fervoroso de sus fundadores, aglutinan un buen número de colaboradores, dispuestos a poner su mejor esfuerzo para dar cabal cumplimiento a la misión de la institución. En cada tarea se pone alma, corazón y vida; pues la actividad laboral, además de ser un medio para ganarse la vida, es participación en un proyecto ilusionante, portador de sentido; trabajo humano y humanizador. El afán de logro se expande en afán de servicio. Este espíritu sigue vivo en sus buenas prácticas operativas y valorativas, de la se nutre la cultura organizacional.
En una organización con ideario, el consentimiento nos une, la comunión nos mantiene, la comunicación nos acerca, el espíritu nos congrega. Todos estos elementos confluyen para darle consistencia y vida a la institución. El consentimiento habla de libertad y entusiasmo: sí, quiero, me embarco, me entusiasma el proyecto. La comunión es unidad de propósito, conciencia de estar en lo mismo. La comunicación nos aclara, nos recuerda quiénes somos. El espíritu nos otorga identidad, estilo de vida. Una delicada mixtura portadora de armonía, confluencia de talentos orientados a dar cabal cumplimiento a la misión externa e interna de la institución.
Una empresa que desea conservar su alma -y no sólo funcionar con un exoesqueleto- requiere fervor. A las tareas bien hechas, las acompaña, también, un corazón vibrante, ilusionado, alegre. Cuando se está identificado con la misión de una empresa de esta naturaleza, el trabajo adquiere un matiz épico: se está embarcado en el proyecto. Es una travesía lo que nos aguarda. En cambio, cuando el espíritu decae, crecen inconmensurablemente los sistemas formales. Los procesos se tornan impersonales. Todo funciona, hay resultados, pero escasea la alegría. La tristeza, la decepción son indicadores alarmantes del alma languideciente de la institución.
¿Será, entonces, que una organización con alma esté condenada a la inmovilidad? No, espíritu y tiempo se retroalimentan, pues en la historia se actualiza la identidad organizacional. Se modernizan edificios y sistemas, la innovación y las nuevas tecnologías se hacen presentes. Se recrean los modos de hacer, se enriquecen los modos de ser. Es, precisamente, el alma de la empresa la que da cabida a lo nuevo en el tronco vital de la institución. Y hay que decirlo, el espíritu no está en las máquinas ni en los sistemas, está en las personas. Son las relaciones interpersonales las que mantienen viva a una empresa: la presencialidad es esencial. Relaciones cálidas, cercanas, hondas a través de las cuales se transmite el espíritu. Cuando falta este calor vital, sobreviene la muerte. Una empresa sin alma sobrecoge por su frialdad.