Estoy viajando en un tren por los Estados Unidos, para ver el color de sus ojos y en ellos mi propia mirada de asombro. Quiero comparar lo que ocurre aquí, con lo que pasa allá – en el Perú – en un esfuerzo bastante complicado por encontrar similitudes, más que diferencias.
Nunca digo donde estoy cuando escribo, ni escribo antes de saber adonde voy. Por eso practico el “despistar al enemigo y asombrar a mis amigos”
Hoy, como muchas veces ayer, me llama la atención ser la única persona en casi veinte vagones del tren, que tiene y lee un libro, mientras decenas de estudiantes de las mejores universidades de Virginia y Carolina del Norte juegan con sus equipos electrónicos, revisan las redes sociales o buscan fotografías extrañas.
Nadie lee, ni siquiera una revista o algún periódico, eso me parece extraño. Están solos, cada uno, en un mini mundo de encierro… no hablan, no se comunican, no se miran más de tres segundos. Son sus pantallas, sus miradas y sus gestos justamente hacia la pantalla que los mira y está atrapándolos micro segundo a micro segundo, lo que contemplo en un cuadro” impintable” (déjenme inventar esta expresión).
A mi costado está libre el asiento y se ubica, pidiendo permiso, una joven con su casaca de la Universidad de Duke, de donde estoy regresando a Washington D.C. y – cosas de la vida – saca un libro, el Ulises de Joyce, que contrasta con el mío, Memorias de un revolucionario, de Piotr Kropotkin.
Me pica la curiosidad preguntar en todo el tren si alguien ha leído esa maravillosa obra que tiene entre sus manos tan linda chica. Y aún más, el saber cuántos estudiantes peruanos habrán tenido esa valiosa oportunidad en su formación escolar o universitaria. Es una curiosidad que hoy nadie me puede responder; tal vez sea llegando a casa, en Lima, Huancayo o Huancavelica, en Cajamarca o en Orcopampa, en alguno de mis espacios de libertad, trabajo y soledad.
Conversamos -la intrigante lectora que se sentó a mi lado, y yo- unos minutos en mi inglés tan imperfecto y chistoso, un idioma que ella amablemente dejaba perdonar en mis errores de comunicación. Luego fuimos a comprar un café en el vagón restaurant y me emocionó muchísimo saber que detrás de esos lentes y mirada pura, se encontraba una joven compatriota y ella, también se sintió feliz al saber que su ocasional vecino en el tren también era peruano y lector de libros que valen el esfuerzo apreciar en todo su contenido.
Nos preguntamos entonces qué sucede ahora en este país tan grande y diverso, que al igual que nuestra tierra ve cómo se abandona la costumbre de la lectura, de la nutrición intelectual, de esa fabulosa forma de educación que propicia sentirse parte de una aventura o protagonista de una epopeya cuando te vuelves fantasía, novela, cuento o poemas de la vida y del amor.
Como quisiera – pienso con ilusión y energía – tener gobernantes que den ejemplo o motiven a los niños y a los jóvenes, a sus pares e impares también, a un reto para leer, para escribir con la mano, sobre un papel, en un cuaderno. Que llenen de contenido la necesidad de provocar lo valioso que nos traen los libros.
Estoy leyendo y ahora escribiendo nuevamente en el tren de la vida, camino a Nueva York. Voy a preguntarle a un par de señores si también son peruanos, porque están abriendo unos libros mientras comienzo a pensar qué viene en la siguiente página de Hombre joven a la aventura, mi novela de John Dos Passos, se las recomiendo si suben algún día conmigo al tren, al tren de la vida.