A la pregunta de quiénes somos como país caben respuestas muy variadas. Algunas de ellas ponen en tela de juicio la posibilidad de ostentar una identidad peruana. Se duda de la legitimidad de aquellas raíces que solíamos atribuir a nuestro tronco republicano. Me parece más alentador ver nuestro presente como un tramo del camino de nuestra trayectoria milenaria, con promesas cumplidas o truncas, con proyectos logrados y no pocos quiebres que nos han llevado por caminos mal orientados.
Una historia a la que no le han faltado logros ni pesares. Asimismo, un futuro labrado día a día, con la esperanza de conseguir un Perú en el que podamos vivir en proyecto común, atento a las diferencias naturales de toda convivencia social.
Esta identidad esencial es lo que Víctor Andrés Belaunde llamó Peruanidad, una de cuyas notas distintivas es la continuidad en el sentido de ser depositarios del testigo de una tradición en esta carrera de relevos intergeneracionales. El presente tiene un pasado labrado en siglos de historia. Nuestra tarea, aquí y ahora, es llevar este legado al futuro próximo; hacer que lo que existe sea la base del nuevo brote que debería surgir.
Un futuro, por tanto, que no hace tabla rasa de su pasado; más bien, asume sus aciertos, corrige sus desviaciones, traza nuevas rutas. La continuidad no es fijeza ni mirada nostálgica tóxica del pasado. No estoy pensando en la sana nostálgica romántica, me refiero a aquella nostalgia tóxica y rabiosa deseosa de volver a pasados idílicos irreales, borrando lo caminado; peor, aniquilando la historia real. Rupturas de esta índole, resquebrajan las instituciones y privan de soporte a la dinámica social.
La Peruanidad es conversación, la vamos haciendo; se vive en gerundio. Aunque el pasado está ahí, caben distintas lecturas. De tiempo en tiempo hemos de aclararlo, procurar despojarlo de los sesgos ideológicos que lo desfiguran o lo iluminamos con los nuevos hallazgos de la investigación científica. Esta historia, con sus claroscuros, la elegimos como nuestra propia historia personal.
De receptores pasivos pasamos a ser actores de la historia y entramos en la conversación pública, llena de visiones, colores, acentos, propuestas, direcciones. Lo que somos y queremos ser no se consigue a caballazo tosco, carpetazos o a trompadas -aunque no faltan estas posturas-, sino en la mesa de negociación. Esta actitud calza bien con lo que Hanna Arendt señalaba como elementos básicos de la política, la acción y el discurso: hablamos, discutimos, polemizamos, conciliamos para actuar políticamente.
La Peruanidad es síntesis viviente, en feliz expresión e intuición de Víctor Andrés Belaunde, cuyo origen no es un juego lógico, sino lectura de la realidad variada y múltiple de la vida. En tanto que síntesis, somos un país mestizo en su cultura y su gente. Actuamos en el Perú y desde el Perú, atentos a las lecciones de la historia que nos alerta de los fracasos económicos o políticos de otras latitudes. Somos, asimismo, una comunidad espiritual que se abre paso en el tiempo, cuyos valores llevan la impronta cristiana y mantienen su virtualidad en la medida en que sean vivencia y no solo creencia abstracta.
Una Peruanidad agónica, decía Belaunde, dado que “vive siempre en peligro, en la trágica y ennoblecedora disyuntiva de afirmarse o degenerarse y caer”. En ella convergen pasado, presente y futuro. Cada uno de sus elementos adquiere mayor vitalidad al ser iluminados y nutridos unos por otros. Toda su diversidad se integra para formar nuestro Perú.