Muchos se indignan, se molestan, tienen cólera por lo incomprensible que resulta el acontecer político de cada día, y tienen razón por supuesto. Es una lógica reacción, frente a lo ilógico que nos sucede en este mundo de inexplicables decisiones ciudadanas expresadas mediante el voto en cada proceso electoral.
No nos gusta el alcalde del distrito, menos el de la provincia, no sabemos porqué votó la gente en forma tan dispersa para las elecciones regionales y cedió ante minúsculos grupos de última hora que pasaron “a segunda vuelta”, no entendemos que por unos pocos miles de votos, el país haya escogido un camino enredado, cuyo mejor augurio parece ser el abismo sin fin. Así de mal vemos lo que pasa en el Perú y seguimos aquí, esperando que los milagros sucedan, pero nadie eleva una oración constante para lograrlo.
Parecemos querer que las desgracias sigan pasando a nuestro costado y no nos toquen, parecemos sentir miedo de protestar, pero en la forma que se debe de hacer, sin detenernos, sino no es protesta. Tenemos un extrañísimo sentido del suicidio político, del suicidio financiero (por ejemplo, en las elecciones presidenciales, por ejemplo en el fin de millones de cuentas previsionales en las AFP, por ejemplo en la ausencia de una costumbre de protección aseguradora en salud y patrimonios), pero como no nos pasa nada o nos sucede menos de lo esperado, seguimos el vaivén de los acontecimientos y nos siguen robando el presente y condenando el futuro a todos.
Entonces viene el debate de las redes, de casa, de los amigos del zoom que cada vez son menos frecuentes que cuando descubrieron esas maravillosas herramientas de comunicación, porque ahora ya se reúnen en casa –no muchos, pero lo hacen-, porque circula en el aire una vergüenza silenciosa que no quiere que se sepa que no les va tan bien como al principio, cuando no se acababan los ahorros personales, la compensación por tiempo de servicios, la liquidación del trabajo donde te dijeron muchas gracias o el fondo acumulado en la AFP.
Y es que en todo eso –en especial el extinguir los ahorros como principal problema-, no pudimos echarle la culpa al verdadero responsable, que no fue el coronavirus ni la cuarentena, sino el gobierno de aquellos tiempos y después el desgobierno de hoy.
La absoluta incapacidad gubernamental de proponer y manejar medidas de acción inmediata en defensa del patrimonio financiero de las clases medias y los amplios sectores emprendedores fue notorio. ¿Pero como estábamos en cuarentena, no se podía protestar, ni marchar, ni gritar, ni indignarnos y decirlo en redes sociales o en ese zoom tan cargado de las noches? ¿No surgió nada desesperado?
No miremos para atrás Ricardo, dicen ahora. Pues bien, veamos hacia ahora, no al futuro, porque seguiremos ciegos si permitimos que nuestras libertades y que lo poco de democracia que aun subsiste, se siga hundiendo en el remolino de la manipulación política que se está ejerciendo con un sombrero, con la ropa de la primera dama, con un baile o cantando en una chacra. Con resentidos mensajes de carga violenta, con expresiones de enfrentar a los que hablan de una forma, con los que lo hacen de otra.
Aún estamos a tiempo, aún hay tiempo antes de un nuevo encierro, antes del capítulo final que será lento, de larga agonía, hiriendo más el alma de la nación.