No estamos confundidos, no nos encontramos ahorcados ni ajusticiados, al contrario, estamos permitiendo la confusión y el caos, estamos ajustando una soga en nuestros cuellos y esa soga larga, gruesa y llena de púas la hemos comprado nosotros mismos y ahora estamos pintando el muro donde el pelotón de fusilamiento ideológico del comunismo nos disparará balas de odio y resentimiento. No es una película ni una novela, es la triste, permanente e inconcebible letanía de la sumisión gratuita de los peruanos a su extinción, en una suerte de veneno que hemos patentado para nuestro propio uso y disfrute. Así suena de duro, así será de trágico.
¿Y es concebible esta locura, este silencioso suicidio colectivo de gentes maravillosas en un país fabuloso, cuya tenacidad y talentos deslumbran al mundo siempre? Es posible, porque existe en el corazón de cada peruano un espacio amplio para sembrarse angustias y no rebelarse, para adquirir problemas y no solucionarlos, para sentarse en una carretera de olvidos esperando que alguien nos transporte al abismo, para que nos digan que vienen a eliminar las esperanzas y entonces dejaremos de sonreir, pero con una frase anticipada en la boca de todos, que nos aliviará en la muerte social al decir: “no pasa nada”.
Somos el país del “no pasa nada”, somos la comunidad de la siguiente oportunidad que piensa en voz ruidosa… “será para otro día”, y no despertamos, y no nos rebelamos, y no protestamos como se debe de hacer, constantemente hasta vencer. ¿Porqué nos sucede esto? ¿Es de ahora? ¿La pandemia nos ha enmudecido? ¿Nuestras rodillas se doblan por costumbre? ¿Aceptamos ser manipulados y pedimos que lo sigan haciendo?
Este fenómeno político, social y ahora cultural ha sido sembrado a lo largo del tiempo en la educación, y desde allí en todos los componentes de su acción formativa. En consecuencia, maestros, alumnos y autoridades cayeron en la trampa de la invasión ideológica que comenzó fabricando nuevos textos escolares donde se eliminaban las referencias al patriotismo, la educación cívica, la lealtad a los principios y valores, al ejemplo y heroísmo de nuestros precursores, héroes y formadores de nación.
El delito, la intencionalidad del crimen era en proyección sobre el tiempo y nadie dijo ni hizo nada que fuera tan potente para revertir el daño, esa herida también potente que nos hacían. Por eso, los estudiantes desde muy niños no cantan el Himno Nacional en sus colegios, ni miran la Bandera como emblema de dignidad y orgullo permanente. Por eso los cursos de filosofía, lógica, historia del Perú y del mundo, geografía, artes, música y educación física desaparecieron o se volvieron -los que sobrevivieron en mínima expresión-, una suerte de “actividades” empaquetadas para confundir y aburrir, mientras se introducían lenguajes y palabras que distorsionaban todo.
El Estado -tomado por las izquierdas en forma estratégica, en nuestras narices-, se metió a dañar la educación integral, inclusive sobre las decisiones de las familias en las escuelas privadas y el profesorado se calló, se amilanó, no enseñó su fuerza y razón, salvo para constituir organizaciones sindicales que han sido la peor expresión de daño sobre la escuela y los niños.
Y el mismo fenómeno de inmundicias ocurrió en la universidad, en los institutos y centros de formación laboral, haciendo que las ONG’s de izquierda rediseñen textos, estudios e investigaciones, proponiendo y ordenando estándares académicos que han estancado el pensamiento y la creatividad. Toda la rama educativa fue podada con la hoz y chancada con el martillo.
El Estado, desde los gobiernos (poder ejecutivo) y desde el congreso (poder legislativo) ha dañado la vida de los peruanos, ha invadido nuestra privacidad y tranquilidad, ha cerrado las puertas a nuestras iniciativas poniendo trabas, leyes y regulaciones absurdas que obligaron a esquivarlas, naciendo la informalidad en toda actividad de la economía y el trabajo.
Gracias a la informalidad subsistimos, respiramos, pero seguimos en el remolino del ataque desde el Estado. Y frente a este cuadro oscuro y sin trazos que ilumine, el denominado “pueblo” se calla, se sienta, no se levanta en esa rendija que puede permitir la racionalidad de recuperar los caminos de la Libertad y una mejor democracia, haciendo que lo informal se conduzca hacia la formalidad, que lo esquivo no tenga barreras y que las oportunidades no sean aplastadas por las miles de leyes que las suprimen desde las fábricas electorales que son ahora los partidos políticos.
No es que el Estado cayó en crisis y eso ha provocado un desborde popular por demás inexistente. Esa es una tesis tonta, absurda e insostenible, porque el Estado se ha vuelto un monstruo fortalecido, poderoso, apabullante, invasivo, devorador y sangriento. El pueblo no se ha desbordado hacia las calles y el poder para tomar el control y revertir el daño que le causa el Estado, sino que ha entrado en una crisis permanente que le hace esquivar, coimear y engañar al Estado, en vez de enfrentarlo con ideas, propuestas y protestas.
Afirmo por eso que la historia social del Perú se resume en la frase “desborde del Estado y crisis popular”, y que frente a esa tristísima escena, no podemos callar ni entregarnos en silencio y complacencia a la destrucción, sin que nadie reconozca la necesidad de la protesta constante, del grito de Libertad que nos puede hacer resurgir la fuerza del patriotismo que enarbola su Bandera con orgullo y decisión permanente, vencedora.
¿Existen esperanzas? No me preguntes eso, ya basta de preguntas, análisis y cálculos. Hay que ser reaccionarios, hasta la derrota final de los enemigos de la Libertad y de la Democracia.
Imagen referencial, los gemelos en Sao Paulo, Brasil