La ética, a primera vista, no parece que tenga vigencia en el entorno político. Una percepción rápida de la corrupción, precisamente, tiene su caldo de cultivo en el espacio público, en donde se toman decisiones de corte oportunista e inmorales. De ahí que desconfiemos de las buenas intenciones o de la corrección ética de muchos actos políticos. En más de un caso sonado, los indicios de inmoralidad saltan a la vista, por lo que pareciera que hablar de la ética en la política es pretender lograr la cuadratura del círculo: un imposible. No obstante, en medio de las turbulencias políticas por las que atraviese nuestro país, es perentorio rescatar la dimensión ética de la política, a pesar del escepticismo que podría darse: empeoraríamos la situación si diéramos por sentado que se trata de una batalla perdida.
Esta vuelta a la moralidad al espacio político la recuerda Angel Rodríguez Luño en su reciente libro “Introducción a la ética política” (Rialp, 2021). Su lectura no es solo una reconfortante reflexión sobre la moralidad de las acciones del aparato público (estatal, regional, municipal) en tanto estén ordenadas al bien común político, sino que también es una propuesta esperanzadora “para afrontar de modo satisfactorio, y con la contribución de todos, los problemas concretos del momento histórico que nos ha tocado vivir, un tiempo con tantos desafíos y con tantas posibilidades”. La ética nos ayuda a encontrar soluciones técnicas y éticamente consistentes, sin salir chamuscados en el intento.
Empecemos por la veracidad. Es una virtud que dispone a decir la verdad constantemente de modo sostenible en el tiempo y en todos los entornos, en el privado y en el público. Se opone a la veracidad la mentira, es decir, la predisposición a desfigurar los hechos, ocultarlos o falsearlos. El objetivo de la mentira es engañar y, de ese modo, quien miente se hace pasar como una persona íntegra, aunque no pueda evitar que su alma se corrompa, como lo muestra el retrato de Doran Gray. La mentira es la patología de la verdad. De esta patología se nutren los titulares de noticieros, con acusaciones y destapes de actos inmorales protagonizados por muchos funcionarios: información falsa, crímenes no declarados, procesos judiciales abiertos. Y así como decir la verdad hace veraz a quien lo practica, del mismo modo quién miente una vez y otra se hace mentiroso: la nariz de Pinocho lo delata.
Sigamos con la sinceridad, prima hermana de la veracidad. La sinceridad es manifestación transparente del mundo interior del hablante: dice lo que realmente piensa, quiere o siente. Difícil de apreciar desde fuera, pues el único que sabe a ciencia cierta de la sinceridad de su dicho es el hablante. La persona sincera cuando dice sí es sí, cuando dice no es no. En el entorno político, tan dado a buscar equilibrios o a tramar componendas, qué difícil es encontrar políticos de una pieza, coherentes. Nos topamos, más bien con la hipocresía: dicen A y hacen Z. El resultado de esta mala práctica es la desconfianza, su corolario es la sociedad de la sospecha. El ciudadano ya no cree en lo que dicen los políticos, se duda de su buena fe, se piensa mal de ellos.
La mentira y la hipocresía son vicios de la conducta; en el espacio público, además, se convierten en un mal común. En un entorno político minado por estos vicios, no hay bien común que resista, solo queda espacio para contubernios, favoritismos, negociados de intereses, corrupción. ¿Qué hacemos para salir de estas arenas movedizas? No hay varita mágica que nos haga personas de buena voluntad de la noche a la mañana. Ni tampoco arreglamos el entuerto diseñando sistemas jurídicos y administrativos altamente disuasivos: hecha la ley, hecha la trampa. Calidad personal y eficiencia del sistema han de ir de la mano. En todo caso, cualquier solución ha de pasar por el largo y trabajoso camino de la consistencia ética personal.
Imagen de portada, Angel Rodríguez Luño