Hace siete años aproximadamente, Martín Vizcarra era considerado un político sencillo con antecedentes de gestión limpia en el pequeño gobierno regional de Moquegua, gracias a un correcto manejo de su presupuesto y al orden que puso para cada asunto, destacando como eje la educación, una fortaleza que no se puede desmoronar jamás. Tuvo suerte también, eso hay que decirlo, ya que en Moquegua uno de los mayores contribuyentes al Canon minero es la empresa Southern Perú, sin cuyos recursos, nada se hubiera hecho.
Sin embargo, al pasar Vizcarra –por invitación de Pedro Pablo Kuczynski-, de lo pequeño a lo nacional, él cambió y se rodeó de gentes dispuestas a priorizar ambiciones personales o de grupos de interés, antes que ponerse como bandera de unidad las legítimas aspiraciones ciudadanas. Es decir, Vizcarra asumió ambiciones de otros y las hizo suyas como en una suma de odio y rencores, pero también reveló que llevaba dentro de sí, una marca de venganza hacia ciertas personas y organizaciones políticas que nunca lo habían tomado en cuenta, menospreciándolo (anteriormente).
Vizcarra siempre estuvo intentando entrar a la política partidaria, pero no era recibido por una serie de cuestionamientos éticos y morales en Moquegua, algunos escándalos que supo borrar de los archivos policiales –según se comenta-, temas conflictivos y muy álgidos que pocos han revisado.
A Vizcarra le hicieron creer –y él se lo cree todavía, en mi opinión- que podía ser un nuevo héroe, una nueva voz, un líder político que inunde con su legado y obra al país. Pero eso es, era y será siempre algo absurdo e insostenible, un irracional proyecto que pretendió usar fondos públicos para construir un modelo de político en medio de la recomposición de fuerzas en el país, algo así como “para cambar todo, hay que tener una nueva imagen de liderazgo, de político chamba y de resultados”, eso querían fabricar con Vizcarra y no lo lograron porque no entendieron que Vizcarra fue un reemplazo constitucional del anterior presidente (PPK), el mismo que tuvo que renunciar ante la acumulación de escandalosas pruebas referidas a conflictos de intereses y operaciones financieras incompatibles con el ejercicio de sus responsabilidades públicas. Y entonces, para completar el período presidencial y realizar las acciones que ofrecieron en bien el país, es que asumió Vizcarra (no por elección, sino por sucesión presidencial, repetimos).
No fue un presidente elegido, sino un suplente válido, el reemplazo, el fusible que tenía como principal misión permitir la continuidad constitucional del ejercicio de la presidencia del Perú. Pero, él creía que ese era su inicio, el comienzo de la nueva era, del nuevo hombre en la política peruana, de Vizcarra como un iluminado frente a su propio espejo, y así se lo hicieron creer sus aliados inmediatos, una mezcla de caviares y ONG’s que lo rodearon en base a tres grandes conceptos de odio y ambiciones exacerbadas: antifujimorismo, antiaprismo y uso extendido de los recursos del Estado en sus propios beneficios.
Era su debut, y el 28 de julio que correspondía, su despedida. En ese tiempo que mediaba entre la salida de su antecesor y su propia salida -haya sido mediante un complot de su primer ministro o un acuerdo con otros grupos políticos, no lo sabemos aún-, el señor Vizcarra debía gobernar, ordenar la economía nacional, impulsar la inversión privada y no aumentar el gasto público, mejorar las oportunidades del empleo seguro, proyectar un país que permita pensiones y jubilaciones dignas, fortalecer el rol de las fuerzas armadas, darle respeto a las instituciones y promover la unidad, comenzado por el impulso a la familia matrimonial. Pero no hizo nada positivo de resaltar, sino que sumado a la pandemia, aprovechó con sus aliados ese tiempo de enlace para utilizar indebidamente los recursos públicos, asociarse con una prensa vergonzante y también con grupos mercantilistas, saqueando las arcas estatales y condenando al país a ser testigo doloroso de más de doscientas mil víctimas mortales por la suma de la inoperancia, ausencia de procesos hospitalarios mínimos, carencia de soporte básico en la salud e imprudencia en la gestión… un crimen de lesa humanidad.
Fíjense bien: Uno no llega a conocer a las personas totalmente y aun después de tiempo se lleva asombrosas excepciones. Eso es lo que pasó con Vizcarra y su contradictorio lenguaje, inexplicables anuncios y la ausencia casi absoluta de ideas y propuestas de gobierno –en él y casi todos sus ministros- que llevaron al país al peor uso de sus recursos, en momentos de una gravedad sanitaria, financiera y política que envolvía al mundo en una incertidumbre que aún sigue presente como una sombra de retorno y castigo.
Vizcarra y su primer ministro Villanueva, procesado por una amplitud de delitos, contaron con ministros que en vez de hacer gestión, decidieron incrementar indebidamente, injustificadamente, los impuestos, castigando a las clases medias y los emprendedores. Vizcarra y su incompetente ministra de economía –la que siguió al del paquetazo del hambre y la miseria-, junto a sus ministros de Salud (o enfermedad y muerte), llevaron a condenar nuestras finanzas y ahorros, endeudándonos por más de cien años y obligando a vaciar nuestras reservas familiares que se fundaban en el futuro de las pensiones y jubilaciones o en la protección de los recursos previsionales de toda naturaleza y magnitud. Vizcarra asesinó la economía familiar en forma despiadada, cruel, miserable.
El Perú, amigos y no amigos, no debe ser la hipoteca vencida de un mal gobierno, no debe ser la herencia pesada de un pésimo presidente –al contrario-, tiene que ser la consecuencia de lo bueno que podemos permitir y frente a ello, las maldades de gentes como Vizcarra –porque eso son, maldades- no podemos permitirlas otra vez, como ocurre ahora con Castillo, o mañana con Boluarte.