En el Perú se repiten escenas de la vida real y con mayor precisión, momentos negativos de la miseria política, porque se permite que la teoría de la ignorancia se convierta en la tesis consecuente de tolerar cualquier barbaridad como si fuera necesaria, democrática, inclusiva por exigencia –no por méritos o logros propios- y obligatoria. Por eso, cualquier imbécil llega al poder local, regional o nacional.
Permitimos que suceda porque nos parece que no va a pasar nada malo, o porque ya tenemos pensados mil planes en nuestras mentes para afrontar cualquier coyuntura. Algunos hablan de irse del país, otros de cerrar sus emprendimientos, algunos de mudarse a provincias y quizás, de resistir o dar la pelea. Pero estos dos últimos casos son de excepcionales ciudadanos que rara vez uno encuentra.
Dañar al país, maltratar el presente de millones y cancelar el futuro de los que están luchando por el progreso y el desarrollo, es la obsesión de las izquierdas en el Perú, que no se agotan en perjudicar a otros, lo hacen como si fuera la gasolina de sus motores de odio y el aceite de su resentimiento. Ponen en marcha una maquinaria de extinción de la esperanza y de cancelación de cualquier anhelo. Lo hacen porque saben, esos de las izquierdas resentidas, que ellos no van a ser más que lo que son y que en cambio, hay millones de personas queriendo crecer, avanzar, sonreír, amar y abrazar el éxito, poco a poco, caminando sin pisar a otros.
Hoy vemos en estos escenarios tan complejos de la peruanidad que muchas veces nos describe Ricardo Escudero en “Desborde del Estado, crisis popular”, que cualquier atrevido puede intentar golpear con alguna noticia para abrirse un foco de interés. Es el caso de un tal Antauro, un oscuro ex oficial que se hizo el valiente por los años 2000 junto a su hermano, obligando a unos cuantos soldados a su cargo a seguirlos en una aventura de pocos días, para dar la impresión que se rebelaban contra algún gobierno usurpador.
Estos delicados extremistas envueltos en el uniforme de una institución como el Ejército peruano, salieron con la tropa y algunos pertrechos en transportes militares, pero como no estaban bien equipados, se dirigieron a una mercantil en Toquepala, un campamento minero privado, para robar latas de atún, conservas, diversos alimentos, cigarrillos y todo el licor que encontraron. Asustaron a mujeres y niños que a esa hora estaban de compras, asustaron a los obreros de la empresa minera y los amenazaron con sus armas de guerra.
Los cobardes que usaban el uniforme sagrado de la Patria, no pensaron, no se dieron cuenta que sus vehículos estaban sin combustible para el trayecto programado y tuvieron que dejarlos a un lado del camino hacia las alturas; se encaminaron luego por trechos y senderos hacia un objetivo que planificaron tan mal, como sus propias carreras de oficiales, con el afán –dijeron por transmisión radial-, de instalar una base operativa contra el gobierno. Sin embargo, se ubicaron en cuevas, pero de un terreno de alta incidencia de vientos fríos que golpeaban las entradas.
Mientras emitían sus arengas y comunicaban sus “exigencias” desde lo alto de unas montañas frías, mientras decían tener el respaldo imaginario de miles de personas imaginarias, los soldados que fueron obligados a seguir a este par de facinerosos, iban desertando de esa misión insustentable, alocada, fruto de la droga de la ambición y el dinero, no hay otra explicación racional. Antauro y su hermano se peleaban, se arañaban, discutían estando ebrios por todo, se desesperaban porque a nadie le interesaba lo que ellos estaban haciendo.
Y es tan cierto esto que describo, que luego de una semana, de los iniciales 50 de la revuelta, sólo quedaban 12, contando a los estrategas de la salida del cuartel de Locumba, a los rateros de la mercantil de Toquepala, a los huidizos de sus sombras.
En las alturas de las montañas frías de Moquegua, de Tacna y cerca de Puno, hay que saber movilizarse. Estos oficiales del Ejército peruano (uno en actividad y Antauro en retiro), cometieron tantos errores como su angustiante forma de expresar estupideces. Así, al cabo de menos de dos semanas, cansados que nadie les escuche, olvidados por sus propios familiares y amigos, salieron de sus covachas, de sus escondrijos y ellos mismos alertaron a un transporte que pasaba ocasionalmente por la carretera y les rogaron que los lleven de regreso a Locumba para entregarse. Ni siquiera se dieron cuenta que a unos metros se encontraba un grupo de comandos que de inmediato los detuvieron.
Los “valientes” se entregaron sin disparar una bala, sin pelear, sin enfrentarse al enemigo imaginario que construyeron en sus mentes. Los cobardes demostraron de qué madera podrida estaban hechos.
Podríamos decirle al convicto: “Un militar que se rinde sin dar pelea y entrega sus armas, solo tiene un nombre: cobarde”.
Hoy en día ese extremista procesado, sentenciado, enjaulado y extrañamente liberado, que luego, al cabo de unos años quiso repetir la escena y asesinó a cuatro Policías peruanos y volvió a rendirse cobardemente, volvió a entregarse como era de esperarse, mientras su hermano se escondía fuera del país y por eso preguntamos:
¿Quiere asumir un rol protagónico este cobarde, como candidato a la presidencia de la República en el siguiente proceso electoral?
¿Es que no aprendemos nada hasta ahora?
Imagen referencial: En “El Estelar del Humor”, cuando el genial Carlos Álvarez imitó al “Loco Antauro” gozando de privilegios en un penal.