De chico era mi abuela la que nos contaba cuentos y leyendas a los nietos. Entre las narraciones no faltaban los duendes de orejas puntiagudas y dientes de oro, ollas repletas de joyas y apariciones nocturnas en las huacas de la costa o en los caminos de nuestra sierra andina. Los cuentos de hadas los oí en el colegio y bastantes los he leído de grande. Los elfos de Tolkien superan en destreza, porte y talento a los pequeños duendes, sus antecesores. He disfrutado de las películas de El Señor de los anillos, El Hobbit, así como de las aventuras de Narnia, en sus textos escritos como en alguna de las películas rodadas. Mundos maravillosos, mágicos, en donde el bien y el mal se encaran, saliendo a relucir la pureza del corazón como la mejor competencia para ahogar el mal en abundancia de bien.
Pero, también, lo mágico y maravilloso está al alcance de la mano y de eso versa el pequeño libro de Chesterton, La ética en el país de los duendes (Rialp, 2019, Kindle Edition). Este texto corresponde a uno de los capítulos de Ortodoxia (1908), libro emblemático de este polifacético escritor. Con el sentido del humor que lo caracteriza resalta la sabiduría del común de la gente: “generalmente, la leyenda ha sido hecha por la mayoría del pueblo, que es gente muy sensata. En cambio, el libro suele estar escrito por el tipo más loco del pueblo. Los que argumentan contra la tradición diciendo que los hombres del pasado eran ignorantes, deben ir al Carlton Club, donde están todos de acuerdo en que los votantes de los suburbios son unos ignorantes”. Y aunque la voz del pueblo no sea la voz de Dios, no parece de buena factura ignorarla.
Lo maravilloso está entre nosotros aun cuando los días sean fríos, grises y difíciles, de ahí que, en estos días del Señor de los Milagros, no falte la expresión “gracias, Cristo Moreno, por tus bendiciones; hay tanto que agradecer”. No tenemos la varita mágica del hada madrina para borrar de un plumazo los males que nos aquejan; sí tenemos fe, esperanza y pedimos fortaleza para llevar con garbo el peso del día. Este optimismo vital acompañó a Chesterton, que dice: “Yo había sentido siempre vagamente que los hechos eran, en realidad, milagros en el sentido de que son maravillosos… En una palabra: siempre había creído que en el mundo había magia, pero ahora empecé a pensar que quizá había un mago. Esto me llenaba de una emoción profunda siempre presente y subconsciente: pensar que este mundo nuestro tiene sentido; y que, si tiene sentido, es porque detrás hay una persona. Siempre sentí la vida antes que nada como un cuento y si hay un cuento, tiene que haber un autor”. Voy a lo mismo, vivimos en una tierra encantada, maravillosa, aunque no nos falten los tramos agónicos personales, familiares o sociales.
Mágica, maravillosa es la realidad; ella misma es un milagro. Nuestro Perú, como muy bien lo señaló el Papa Francisco en su visita, es una tierra ensantada. Y entre nosotros lo humano y lo divino se entretejen. La religiosidad popular es un hecho como se muestra a lo largo del año en las diversas fiestas patronales. Estamos en la calle buscando el pan de cada día y, a su vez, conversamos con la Trinidad del Cielo para pedir, agradecer, alabar.
“Hay tanto que agradecer” se lo decimos estos días al Señor de los Milagros. Lo mismo afirmaba Chesterton: “Me parecía que el sentido del mundo, de antiquísimo designio, era hermoso a pesar de sus defectos, como sucede con los dragones. Entendí [también] que la forma más adecuada de agradecerlo era conducirme con humildad y moderación. Teníamos que agradecer a Dios la cerveza y el Borgoña, pero sin beber demasiado. Debemos obediencia al que nos ha hecho, quien quiera que sea. Al final, lo más extraño que sucedió en mi mente fue que, de alguna manera, todo lo bueno me parecía como el resto que se había conservado, algo sagrado después (…) de un naufragio. Todo esto era lo que sentía, aunque mi época no me ayudaba a sentirlo”.
Los tiempos que ahora vivimos no son los mejores, desde luego. Hay un ambiente de incertidumbre, desasosiego, inquietud que no ayudan a mantener el buen ánimo. Aún así, en medio de este cuasi naufragio social, hemos conservado lo primordial: una fe y empuje a prueba de dragones, unos amores por los que nos levantamos todos los días para cuidarlos y procurarles un mañana mejor. No tengo recetas para eliminar el pesimismo o el cansancio que nos tiene en continuo jaque. Quizá volver a respirar una mixtura de aire fresco e incienso nos ayude a recuperar el talante propio de las personas agradecidas dispuestas a pasar un rato al pie de la Cruz del Cristo Morado.
Nota de Redacción: puedes leer más artículos de Francisco Bobadilla en tertuliaabierta.wordpress.com