Los poemas y ensayos de Adam Zagajewski Los poemas y (1945-2021) reúnen belleza, ponderación y hondura. He terminado de leer En defensa del fervor (Acantilado, 2017), un conjunto de ensayos alrededor de la inspiración encendida como fuente del verso. El recorrido que hace de algunos de sus autores preferidos es, igualmente, iluminador. Su vida transeúnte desde su Polonia natal le abrió cuatro mundos: “El primero y el más importante me muestra mi tradición familiar. El segundo me abre a la literatura alemana, a su poesía y su afán de infinito. El tercero, al paisaje de la cultura francesa, con su inteligencia perspicaz y su oralidad jansenista. El cuarto, a Shakespeare, Keats y Robert Lowell, a la literatura de los concreto, de la pasión y la conversación” (p. 13). Un bagaje así, le abre las puertas a buena parte de la cultura europea.
La suya es una mirada fresca, sin dejar de ser aguda. Cuando abunda la literatura con tintes de amargura y excesiva ironía, Zagajewski resalta la belleza, aquella que se encuentra entre el cielo y la tierra: “la belleza es para todo aquel que busca un camino serio; es una llamada, una promesa, tal vez no de felicidad -como quería Stendhal-, pero sí de un gran peregrinaje eterno” (p. 27). De suyo, en la poesía hay un instante de fervor, “el ardoroso canto del pájaro al que respondemos con nuestro propio canto lleno de imperfecciones”. Después de todo, sigue afirmando nuestro autor, “lo que esperamos de la poesía no es el sarcasmo, la ironía, la distancia crítica, la sabia dialéctica ni el chiste inteligente (…), sino la visión, el fuego y la llama que acompaña los descubrimientos espirituales. En otros términos, lo que esperamos de la poesía es la poesía” (p. 41).
Los ensayos que dedica a los escritores polacos Josef Czapski, Zbigniew Herbert y Cweslaw Milosz, a quienes conoció, son dibujos atractivos a mano alzada de estos artistas. A Milosz ya lo conocía, de los dos primeros no tenía noticia. Los pondré en mi lista de lecturas venideras. También hay continuas referencias a Simone Weil. Ante ella no se pude permanecer indiferente. Llevo varios años leyendo sus escritos. Hay en ella una asombrosa coherencia existencial entre pensamiento, escritos y vida. Escribe sin filtros. De ella, anota Zagajewski, que en una famosa carta dirigida al director de los Cahiers du Sud, “ataca a la literatura francesa del período de entre guerras, en particular el surrealismo, acusando a los escritores de ignorar la dicotomía entre el bien y el mal y de dar rienda suelta a los placeres de la imaginación; en lugar de dedicarse a buscar la realidad verdadera -lo divino- los escritores crean una realidad artificial, tejen una niebla” (p. 103).
Me encanta, asimismo, la importancia que le atribuye a la vida interior, el silencio y sosiego, aunque sea a contracorriente del entorno en el que nos movemos. Dice: “Defender la vida espiritual no es una muestra de indulgencia para con los estetas radicales; pienso que la vida espiritual, aquella voz interior que nos habla en polaco, inglés, ruso o griego, es el baluarte y la base de nuestra libertad, el territorio imprescindible de las reflexiones y de la inmunidad a los porrazos y las tentaciones poderosas que prodiga la vida moderna” (p. 157).
Zagajewski es de talante clásico, su serenidad es contagiosa, su escritura desvela la belleza que anida en el ser de la creación.