Hasta que no tengamos bien apretada la soga al cuello, no reaccionaremos, es lo que me contó mi abuelo cuando era aun niña, mientras lo escuchaba conversar con sus amigos, sentados cada uno en un banquito estacionado sobre la vereda de la calle donde vivíamos, allá en el barrio donde crecí y estudié, en Piura, bajo el sol de las almas libres.
Mi abuelo aprendió a leer y luego a escribir, para saber donde firmar y donde negarse a hacerlo. Se instruyó solito, leía la Biblia, el diario la Prensa cuando podía conseguirlo y El Tiempo de Piura, cuando se lo prestaba el dueño de la panadería de la esquina, Don Manuel Zapata, que era de Sechura. Leía y casi entonaba con apasionamiento y dulzura para que le escuchemos, era como una radionovela de entonces, un recuento que nos hacía atender y entender, aprender y construir nuestra propia opinión luego de conversar; el abuelo no sabía de odios y nosotros no heredamos nada de eso que hoy, en el Perú del siglo XXI, nos hace tambalear como sociedad.
El país se sumerge en retroceso con un apasionamiento absurdo cada cierto tiempo, en la locura desenfrenada de la política sucia que es producto de años de destrucción de valores, principios y respetos. Las ideologías han reemplazado a la cultura y al intelecto, para hacernos creer que un discurso es verdad y el siguiente, contrario al primero, también lo es. Por eso los ciudadanos estamos al medio, tambaleando entre medias verdades o mentiras totales.
Hace más de cincuenta años que el Perú carece de colectividades políticas y ha sido invadido por colectivos electorales, que pudiendo ser bien intencionados algunos de ellos, son destruídos en sus imágenes y contenidos, en sus discursos y propuestas, en sus conductas y trayectorias, por otra invasión, la de los izquierdistas que se conocen desde el partido comunista en sus multiples variantes (patria roja, sendero luminoso, Perú libre, bandera roja, estrella roja…) hasta todos los nombres imaginables e inimaginables de la explosión comercial de la política más repulsiva que se conoce ahora.
Lo peor de lo peor no es lo que hemos pasado y de lo que hemos sobrevivido, sino lo que ahora sucede: nos balanceamos entre hordas subversivas y silencios democráticos, sin meternos al medio para imponer los valores de la Democracia y la Libertad.
Aquí viene nuestro reto o nuestro deceso si seguimos observando y dejando pasar la irracional destrucción del país.