Franz Kafka (1883-1924) escribió entre 1917 y primer semestre de 1918 unos apuntes en formato pequeño denominados Cuadernos en octavo (Alianza, 2018). Estos apuntes terminan en una selección de aforismos realizada por el mismo escritor. La mayoría de ellos aparecen en los cuadernos G y H.
Tengo especial querencia por los escritos aforísticos, así que me lancé a su lectura. Los leí muchas veces y en varios tonos: en la mañana, en la tarde, en la noche; despacio, rápido, deletreándolos. Aún sigo rumiándolos. Cada cierto tramo un fogonazo de luz. En todo caso, son aforismos muy kafkianos; me temo que llego tarde para intentar una cabal comprensión de ellos.
Probablemente hay que meterse muy en lo hondo de la biografía de Kafka, en sus lecturas, en los autores que frecuentó para lograr un entendimiento logrado del sentido de sus dichos. Un aforismo, por lo demás, no lo dice todo; más bien insinúa, bosqueja a mano alzada la visión de su autor.
En el caso de Kafka, sus aforismos no están en la punta visible del iceberg, sino en el cuerpo oculto por las aguas del drama humano. “Hay una meta -dirá nuestro autor-, pero no un camino; lo que llamamos meta es vacilación”. No encontraremos en sus dichos los slogans de cierto voluntarismo triunfalista, ni la precisión suiza del hombre de negocios que pide resultados y beneficios. En los aforismos de Kafka hay vacilaciones, balbuceos, inseguridades.
Aclaremos, no es un simple vagabundeo verbal, hay metas: felicidad, verdad, Paraíso, amor.
“El hombre -escribe Kafka- no puede vivir sin una confianza constante en algo indestructible dentro de él, aunque tanto lo indestructible como la confianza pueden permanecer constantemente ocultos a él. Una de las posibilidades de expresión de ese permanecer oculto es la fe en un Dios personal”. Kafka es más bien de talante agnóstico, aunque conocía las tradiciones judías y el cristianismo. Precisamente, mientras escribía sus Cuadernos en octavo leía El instante de Kierkegaard, conjunto de artículos en el que el filósofo danés critica duramente a la “cristiandad” formal, opio del cristianismo vivo que defendía.
Aunque el gozo le fuera esquivo, anota: “Teóricamente hay una perfecta posibilidad de ser feliz: creer en lo indestructible en uno mismo y no aspirar a ello”. ¿Cómo es esto de creer y no aspirar a lo indestructible? Pues el psiquiatra vienés Viktor Frankl, un poco después, dirá lo mismo: la felicidad se la consigue no de modo directo, sino oblicuo. Dicho en otras palabras, el mejor sistema de no conseguir la felicidad es ir en su busca descaradamente en primera intención. La felicidad reclama paciencia, ella llega a poquitos, ni se compra ni viene en enlatados. De allí que Kafka sentencie: “El amor sensual no nos deja ver el celestial; por sí solo no podría hacerlo, pero como tiene inconscientemente en sí mismo el elemento del amor celestial, sí puede”. Concuerdo. Al Cielo llegamos por las criaturas terrenales, en ellas hay un quid divino que, desde luego, puede ser bloqueado o asfixiado por las zarzas del camino o el terreno rocoso. En el amor, eros y ágape se dan la mano, después de todo, en palabras de un santo de nuestro tiempo: la felicidad del cielo es para los que saben ser felices aquí en la tierra.
Leer los aforismos de Kafka ha sido una tarea ardua, de días y semanas. Sin la ayuda de Charles Moeller, en sus más de 100 páginas dedicadas a la obra y vida de Kafka, me habría rendido en la primera ojeada. El lector que se acerque a estos breves escritos encontrará faros de luz potentes, recovecos oscuros, solares ininteligibles. Para no morir en el intento, conviene revestirse de paciencia, mucha paciencia.