Leo al filósofo coreano Byung-Chul Han desde hace un buen tiempo. Sus libros le toman el pulso a la sociedad contemporánea, en particular, Europa en sus genios y demonios. Su mirada es aguda, crítica. Tiene una especial querencia por lo pequeño y cercano, lo personal, el silencio, el tiempo y su duración. En estos temas me resulta afín y lo leo con mucho agrado. Arremete, en cambio, como San Jorge frente al dragón, contra el capitalismo neoliberal (sin muchas precisiones), a quien atribuye gran parte de lo que considera los males presentes de la sociedad: el culto a la eficacia, la capacidad seductora del capitalismo para hacernos creer que obramos libremente, cuando en realidad nos autoexplotamos. En esta materia, me resulta muy insuficiente su propuesta. Parte de estos asuntos los trata en su libro Capitalismo y pulsión de muerte. Artículos y conversaciones (Herder, 2022).
El primer capítulo lleva el título del libro. Un análisis del capitalismo en clave freudiana, para mi gusto, forzada y críptica. Comparecen Bataille, Adorno, Freud. Me ha resultado un enfoque asfixiante, reduciendo al capitalismo al consumo y producción, de tal manera que estaría “dominado por una necrofilia que transforma la vida en cosas inertes”. Llevo muchos años estudiando la empresa y la economía de mercado, así como el pensamiento político. La forma en la que filósofo coreano aborda al capitalismo me parece que desconoce los muchos modos que las organizaciones presentan en la sociedad del mercado. Su enfoque es muy parcial y de un pesimismo lindante en la catástrofe. Las encíclicas pontificias Centessimus annus de Juan Pablo II y Veritas in caritate de Benedicto XVI -por ejemplo- dicen mucho más del capitalismo en sus luces y sombras que la propuesta de Han.
Encuentro luminoso, en cambio, su crítica a la llamada sociedad de la transparencia. Salvado el beneficio que tiene para los ciudadanos contar con los portales de transparencia de las entidades públicas y privadas a fin de evitar la corrupción, Byung-Chul Han llama la atención del lado perverso escondido en la transparencia a ultranza. Dice que la sociedad contemporánea ha creado una suerte de panóptico digital, a imitación del panóptico carcelario inventado por Bentham, alimentado de hipercomunicación en la que los ciudadanos se exhiben y desnudan despojándose de sus datos y alimentando el sistema con las informaciones que dejamos en la red. No le falta razón y, en ese sentido, habría que decir que la novela 1984 de George Orwell se queda corta. Orwell imaginó un mundo controlado por el Gran Hermano que todo lo ve, privando de vida privada a los ciudadanos. Quería advertirnos del peligro de los regímenes totalitarios. Orwell no imaginó que despojarse de la intimidad, exhibirse públicamente sería algo querido por el ciudadano de a pie, justamente, lo que ahora ocurre: no es el poder quien se entromete en la vida privada, sino que ahora es el mismo usuario quien se exhibe.
Como siempre, el filósofo coreano insiste en la necesidad de vivir en actitud reflexiva, con pausa, sin robarle tiempo al tiempo: el tiempo de una procesión es lento, nada comparable con la rapidez de una buena memoria RAM en una computadora. Correr cuando haya que correr, respetando la naturaleza de las diversas actividades humanas, deteniéndose en aquellas que nos hacen más humanos y nos llevan a respetar la dignidad del prójimo. Tener tiempo para asombrarse de la belleza encarnada en la realidad, poner atención a las necesidades hondas de los que nos rodean, gozar del silencio que suscita el asombro ante el milagro de la vida.