Kenzaburo Oe (1935-2023), premio Nobel de literatura 1994, ha fallecido hace unos pocos días. Lo sigo desde finales de los 90. Su formación literaria la hizo en Japón y en Francia y se movía con facilidad en los países de las letras del Oriente y del Occidente. Gracias a él llegué a conocer y leer a Flannery O´Connor, narradora del Sur de Estados Unidos.
El primer libro que leí de Oe fue Un amor especial (Barcelona, Ediciones Martínez Roca, S.A., 1998). Está dentro de esos libros que me han dejado un pozo de gozo y reflexión profundos. De esta novela ha dicho el mismo Kenzaburo Oe que “no es realmente una obra literaria, sino más bien un testimonio de la simbiosis con mi hijo deficiente mental”. Y es verdad, capítulo tras capítulo Oe narra con fina sensibilidad escenas familiares que muestran la condición humana en su diálogo con el amor, el dolor, la comprensión, la entrega. Pongo a continuación lo que escribí sobre esta novela en mayo de 1999 como un sencillo homenaje a este gran escritor.
Un amor especial es un relato, más que del hijo discapacitado (Hikari sufre una grave deficiencia cerebral), de la familia que acoge en su seno al hijo minusválido y encuentra en él su identidad y tesoro. No le falta razón a Oe cuando dice que “la sociedad que excluye a los discapacitados es por definición débil y frágil”. Agrega que “a un nivel más personal, imagino un ejemplo muy concreto de lo que le sucede a una sociedad que excluye a sus minusválidos, preguntándome cómo nos habríamos vuelto nosotros, los Oe, si no hubiéramos hecho de Hikari un miembro indispensable de nuestra familia. Imagino una casa sin alegría, en la que soplarían frías corrientes a través de las grietas dejadas por su ausencia y, después de su exclusión, sería una familia con unos vínculos cada vez más débiles. En nuestro caso, sé que sólo gracias a que incluimos a Hikari en la familia, conseguimos capear nuestras diversas crisis…”
Vargas Llosa ha puesto de relieve a propósito de este libro el poder de la inocencia. En una carta dirigida a Oe le dice: “siempre me ha impresionado el papel que desempeñan en sus historias esos seres desvalidos, enfermos, desdichados, que aparecen en ellas para poner a prueba los límites de la decencia y de la indecencia humanas, y para recordar a los seres normales las anormalidades y secretas grandezas que también poseen. Y, sobre todo, para romper la corteza egoísta que los envuelve y enseñarles la ternura y el amor (…) ¿Sobrevivirá todavía la inocencia en este tercer milenio que nos aprestamos a inaugurar?”.
Acostumbrados como estamos a resolverlo todo apretando un botón, haciendo reingenierías, reestructurando empresas, tomando una nueva pastilla o haciendo click, parece utópico que la sola inocencia sea capaz de defenderse por sí sola o conseguir algo importante y, no obstante, allí está, inerme bajo muchos rostros: el niño concebido y no deseado, el enfermo crónico, el minusválido, el anciano… ¿Qué pueden hacer ellos? Sólo pueden apelar a las fibras humanas de los otros en quienes está el poder de esconderlos, excluirlos, rechazarlos, eliminarlos o, más bien, acogerlos y protegerlos.
El Tercer Milenio nos coge un tanto aturdidos, hay demasiado ruido de armas, de bombas, de escándalos, de crisis económicas. Para recuperar la cordura hay que recogerse, respirar profundo y escarbar en lo hondo de la conciencia en busca del propio paraíso perdido. La nostalgia del mundo mejor se da la mano con la nostalgia del yo mejor. Corremos de un sitio a otro, estamos con la vista puesta en el entorno y libros como el de Oe son una invitación a fomentar la virtud de la solidaridad, aquella que empieza por casa y se abre magnánimamente hacia las necesidades de nuestro prójimo.
Sí son posibles las pequeñas utopías, parece decirnos Oe con el testimonio de su muy especial familia. Y no es el único, Vaclav Havel hablaba ya hace un buen tiempo del poder de los sin poder y Solzhenitsyn invitaba a rechazar la mentira y decir la verdad. ¿Ingenuos? Quizá, pero allí está el muro de Berlín por los suelos… Somos conscientes de que hay mucho por hacer y tantas calamidades escapan de nuestras manos y exceden nuestras capacidades. Oe fue un pacifista de los pies a la cabeza.
Su revolución no fue la de la violencia para dar a luz a un mundo mejor, fue la del cuidado del prójimo, empezando por los cercanos, su hijo. Hace falta un corazón muy grande y un temple fuerte para aceptar el encargo de cuidar a quienes están en condición de dependencia; por eso, en ese camino de la hospitalidad y del cuidado, el testimonio de Kenzaburo Oe es sumamente inspirador.