Nadie es un verso suelto: «formamos todos parte de un mismo poema divino»[1]. Los relatos individuales que tejen la historia de los hombres están entrelazados entre sí por relaciones de filiación, de fraternidad, de amistad. Nuestro corazón da sus primeros latidos gracias a la vida de otros, y será luego continuamente animado, consolado, fortalecido —también herido— por quienes compartan con nosotros el camino de la vida. El hecho de que dependamos de ellos, y ellos de nosotros, no es un efecto colateral del pecado original, al que deberíamos resignarnos, sino algo constitutivo de nuestro ser a imagen de Dios.
Aunque nuestra vida en sociedad parece a veces una corriente frenética que tiende a volvernos individualistas, sabemos que solo somos del todo nosotros mismos en la relación, en la interdependencia: solo nos encontramos cuando estamos dispuestos a salir de nosotros mismos. Quienes descubren a fondo esta realidad dejan de ver en sus propios límites obstáculos que les impiden ser felices. Las relaciones se les revelan entonces como puentes que amplían su mundo[2]. Pero no todos hacen este descubrimiento, o no en la misma medida, y por eso en igualdad de condiciones de posición social, de educación, de carácter, distintas personas pueden vivir de modos radicalmente diversos, en función de la calidad de sus relaciones: algunos, perdidos en una multitud solitaria; otros, siempre acompañados y siempre acompañantes.
Una mirada transformadora
Al final de su paso por la tierra, Jesús dice a sus apóstoles: «a vosotros os llamo amigos» (Jn 15,15). Aquel que es perfecto Dios y perfecto Hombre, el modelo al que miramos para aprender a ser hombres, recorre el camino de la vida de la mano de otros. Es algo que percibimos ya desde su primer encuentro con los doce: Jesús entabla con cada uno de ellos una relación que avanza en un crescendo de conocimiento, de amistad, de amor, hasta entregarles abierto de par en par su corazón. El lector del Evangelio conoce las limitaciones, los defectos de los que luego serían columnas de la Iglesia. ¿Acaso Él no los veía? Obviamente que sí, pero la palabra del Verbo es creadora; su mirada de amor los potencia, porque es una mirada llena de confianza. Esos hombres toscos se saben queridos, elegidos, y crecen más de lo que nadie se atrevería a esperar, porque perciben la confianza del Señor en ellos. Así sucede también en nuestra vida, cuando nos damos cuenta del amor que Dios nos tiene. Aunque a menudo hablamos de la importancia de creer en Jesús, no debemos olvidar que lo que más nos transforma es que Él confía en nosotros. Sí, un signo preciso de que nuestra fe va madurando es que nos apoyamos cada vez más en la confianza que Dios tiene en nosotros.
Observemos al discípulo que se mantuvo fiel junto a Jesús al pie de la cruz. ¿Cuál es el secreto de su fortaleza? Quizá precisamente el sobrenombre con el que se refiere a sí mismo: «el discípulo amado». Juan descubre su identidad en el hecho de ser amado por Jesús: eso dilata sus fuerzas, su corazón, y lo hace capaz de una fidelidad admirable. Su relato de la última cena refleja hasta qué punto se había introducido, por la confianza, en el corazón de Jesús. Así es: la confianza nos permite acceder a un conocimiento mucho más profundo del que es posible solo con la razón.
Al igual que se metió en la vida de los Apóstoles, sus amigos, Dios quiere meterse en la nuestra. También nuestra relación de amistad con Él puede seguir entonces esa línea ascendente, de modo que se dilate cada vez más nuestra capacidad de amar. Con un profundo respeto a nuestra libertad, Jesús nos ofrece su amistad, en la que se manifiesta una confianza que nos descubre quiénes somos para Él[3]. Para crecer y ejercitar con soltura nuestra libertad, necesitamos tener cierta seguridad en nosotros mismos; una seguridad fundamentada, sobre todo, en saber que alguien como Él (y ¿quién como Dios?) apuesta por nosotros… Una convicción así hace posible el crecimiento, porque cuando algo bueno nos resulta costoso, cuando no nos vemos capaces de superarnos, la confianza de Dios en nosotros fortalece la nuestra. La confianza sincera descubre las potencialidades que se esconden en el interior de cada uno, sepultadas con frecuencia por una baja autoestima o por el miedo al fracaso, e impulsa a desarrollarlas en servicio de los demás: nos hace crecer de modo natural, armonioso; nos hace capaces de más.
Así es como Jesús quiere a los suyos: sabe a quiénes ha elegido, los conoce mejor que nadie —mejor que ellos mismos— y apuesta por ellos. Sabe hasta dónde pueden llegar y, contando con el tiempo y con su correspondencia, los va llevando poco a poco; no tiene prisa en formarlos, porque sabe que este es un arte que requiere paciencia. Él es un buen maestro y sabe «perder» el tiempo con ellos, como hacen los amigos. Se gana la confianza de los suyos con su cariño y facilita el conocimiento mutuo con su disponibilidad paciente, con su comprensión. Este modo de querer, tan divino y tan humano, forja una verdadera amistad entre el maestro y los discípulos, que los compromete y saca de ellos lo mejor.
Dejando entrar a Dios hasta el fondo
Al Señor «le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos»[4]. Por eso es necesario hablarle con confianza, abrirle de par en par el corazón, compartir con Él todo lo nuestro. Cuando confiamos de verdad en alguien, nos quitamos las caretas con las que otras veces nos protegemos: en ese momento nos parecen inútiles; sentimos que podemos ser nosotros mismos sin temor. Esta confianza desvela la verdad de nuestro ser y nos da una gran libertad interior. Sabiendo que no hay amistad más sincera que la suya, podemos dejarle entrar hasta el fondo de la casa de nuestra alma. ¿Lo dejaremos acaso en la sala de estar, donde acogemos a los invitados?
A medida que crece la amistad, lo natural será que queramos ir mostrándole cada rincón de nuestra vida: el cuarto de trabajo, para que nos vea realizar nuestra labor escondida; el cuarto de juegos, donde están las cosas que nos ilusionan, los sueños que nos mueven; también le mostraremos el trastero, lleno de cosas, algunas más útiles que otras, y de los pedazos que se nos han ido rompiendo por el camino. Si nos damos a conocer, si encendemos las luces… Él iluminará los rincones que parecen oscuros y nos ayudará a ver esos espacios en los que hemos de poner orden. Y lo hará con claridad, pero sobre todo infundiendo esperanza, pues la suya no es una mirada que juzga, que intimida; es una mirada de amor que fortalece y eleva: es una mirada creadora y redentora.
La confianza llama a la confianza
El amor humano, en sus mejores expresiones, nos habla del amor de Dios. Experimentar en una amistad la fuerza impulsora de la confianza, descubrir que alguien cree en nosotros, es algo que nos mueve a dar lo mejor de nosotros mismos: advertimos que así debe ser la mirada de Dios. Por eso también nosotros hemos de procurar mirar a los demás como Jesús; aprender de Él a ser luz para quienes nos rodean. A medida que experimentamos el valor transformador de la confianza de Dios y de la confianza en Dios, vemos la necesidad de ofrecerla a los demás.
«Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora»[5]. La confianza que se tienen los buenos amigos es con frecuencia el medio que Dios nos ofrece para hacernos ver aquello que quizá no nos atrevemos a afrontar solos. Si tenemos la suerte de contar con amigos de verdad, personas que nos quieren bien, mejores, felices, y nos atrevemos a abrirles esos espacios de intimidad, habremos experimentado muchas veces que nuestro mundo interior se enriquece al compartirlo.
Cuando hay un clima de confianza, no hay miedo a que los demás vean nuestras debilidades y luchas, ni a compartir proyectos y sueños. Sabemos que quien nos quiere nos ayudará precisamente a superar nuestros límites y a evitar que se conviertan en barreras. En la dinámica humana de dar y recibir, darnos implica compartir nuestra singularidad, mostrarnos con autenticidad. Llegar a este punto nos da una libertad muy grande, pero requiere el esfuerzo por salir de nosotros mismos: la disposición a exponernos, aun sabiendo que eso nos hace vulnerables. La confianza llama a la confianza, y el riesgo de ser heridos no es comparable con la ganancia que supone querer y dejarse querer.
Palabra que fortalece, que cura, que anima
La confianza es base para que cualquier relación funcione; para que las personas crezcan personal y profesionalmente; para toda labor de formación. Por eso, cuando queremos ayudar a otras personas, inmediatamente destacamos la importancia de la escucha, la comprensión o la paciencia, etc., pero en realidad necesitamos mucho más: confiar en las personas nos lleva a mirarlas con optimismo, a creer en ellas, a proyectar sus potencialidades, a tener esperanza en lo que pueden llegar a ser, de modo que nos ilusionemos también con sus luchas.
«Siguiendo el ejemplo del Señor —escribe san Josemaría—, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad. (…) Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas»[6].
Actuar así no implica alejarnos de la realidad, dejar de ver los límites o defectos de los demás. Si los queremos bien los querremos mejores: conociéndolos y queriéndolos como son, desde la amistad y fraternidad que nos une, podremos advertirles de los posibles peligros que se les escapen, o podremos sugerirles algo que quizá no entienden a primera vista, y los acompañaremos en el descubrimiento del bien que se esconde detrás de esa nueva perspectiva[7]. El cariño sincero hacia el otro hace posible un clima de libertad, de confianza, que se manifiesta en la claridad con que exponemos por qué vemos que le conviene esforzarse en un determinado punto de lucha, de modo que se sienta acompañado por nosotros en el camino, y no empujado a actuar de manera irracional. «La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera ―a que le dé la gana― cumplir la voluntad de Dios»[8].
A veces puede sucedernos que, queriendo ayudar a alguien que parece no escuchar, nos dejamos llevar por el prejuicio de que en realidad no quiere, no se deja. No podemos olvidar que somos frágiles, y que el camino, además de aprendizajes, en ocasiones deja heridas que tardan en cicatrizar. No pocas veces el dolor que provocado por esos golpes lleva a construir barreras que aíslan, que protegen del posible sufrimiento, pero que también hacen difícil recuperar la confianza necesaria para seguir creciendo.
La palabra que fortalece, que cura, que anima, es la palabra más puramente humana. Solo si hay confianza, cariño sincero, gratuito, conectaremos con el otro, y nuestra palabra participará, con la gracia de Dios, de su poder creador: será entonces manifestación de su amor, y ayudará a cicatrizar esas heridas. «Dios conoce a fondo a cada uno, también los tramos dolientes, y nos mira a todos con ternura. Aprendamos del Señor a mirar así, a comprender a todos (…), a ponernos en el lugar del otro»[9]. Hemos de ser pacientes e ir sembrando confianza con cariño, con detalles que manifiestan nuestro interés sincero. Dios ha querido que necesitemos unos de otros, y actúa en la historia humana a través de los hombres y de las mujeres, contando con cada uno para que nos ayudemos mutuamente.
Quien tiene una responsabilidad sobre otros debe estar prevenido ante el riesgo de querer dar siempre soluciones o respuestas. A veces, casi inconscientemente, podemos pensar que ayudamos al otro cuando logramos que asuma nuestro modo personal de obtener los mejores resultados. Sin embargo, la tarea de formación no consiste en conseguir que el otro camine como nosotros queremos. Pretender que los demás se ajusten a ciertos moldes predeterminados no permite abrirles horizontes; más bien los podría someter a la frustración de quien no logra cumplir con ciertas expectativas.
En realidad, una buena formación es aquella que logra que cada uno sea, de la mano de Dios, el auténtico protagonista de su vida. Quien desea colaborar en esa tarea, tiene el papel de acompañar, de facilitar el conocimiento propio, haciendo buenas preguntas que ayuden a reflexionar, dando más pistas que respuestas, aunque esto requiera más esfuerzo. Cuando es cada uno quien descubre un horizonte y se pone una meta, el esfuerzo por alcanzarla es mucho más eficaz, porque nace de un motor interior. Aun cuando requiera más tiempo lograr los «resultados» que cabría esperar, el mismo esfuerzo irá configurando a la persona de un modo bueno, estable, virtuoso. Haberlo experimentado tantas veces en carne propia nos llevará a dar siempre una gran importancia a la iniciativa personal, y a estimular el protagonismo de cada uno.
La confianza surge allí donde se percibe el amor de Dios, que es paciente, no se irrita, no lleva cuentas del mal, sino que todo lo excusa y todo lo cree (cfr. 1 Co 13,4-7). Quien ama así se convierte en maestro, en referente firme, en fuerza delicada que lleva a los demás mucho más lejos de lo que parecería posible. ¡Cuántas sorpresas nos llevamos cuando respetamos esa tierra sagrada que son los demás! El Espíritu Santo puede entonces ayudarlos a dar la mejor versión de sí mismos. Si tenemos esperanza en lo que pueden llegar a ser, si confiamos en la gracia y en todo lo bueno que Dios pone en ellos, les daremos alas para volar.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 111.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1937.
[3] Cfr. Sal 8,5-7: «¿Qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo de Adán, para que te cuides de él? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos».
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 218.
[5] F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 5.
[6] San Josemaría, Carta 27, n. 35.
[7] F. Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, nn. 3-6.
[8] San Josemaría, Carta26, n. 38.
[9] F. Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 15.