Cuatro años han pasado desde aquel viernes 18 de octubre de 2019 en que la violencia se tomó las calles de nuestro país. Aunque estalló en esa fecha, la violencia no surgió de sopetón, sino que venía esparciéndose por el país desde hacía mucho tiempo: en las protestas callejeras, en los colegios, en la macrozona sur. En paralelo había surgido una nueva elite política que desdeñaba las virtudes democráticas de la transición y no tenía óbice moral alguno en juntarse con terroristas y homenajear a grupos que han ejercido la violencia política.
Esa nueva elite de izquierda puso especial atención en la reacción de Carabineros frente a los desórdenes que se cobijaban en las manifestaciones sociales de modo que, ante cualquier atisbo de sobrerreacción policial, de inmediato desatar a los vociferantes que denunciaban el actuar de la policía y, de esta manera, contribuir a deslegitimarla ante la opinión pública. Así nos fuimos quedando paulatinamente indefensos, mientras la izquierda avanzaba en torcer el sentido común que nos lleva a rechazar la violencia. Hasta que apareció el octubrismo con su reguero de incendios y saqueos, y nos lo evidenció de plano.
La radicalidad cerril de la violencia octubrista amenazaba nuestra convivencia y nuestro estado de derecho parecía cada vez más debilitado. La respuesta de nuestro sistema político fue que la concordia llegaría junto con el advenimiento de una nueva Constitución. Algo como un nuevo amanecer institucional que sería partero de una convivencia política virtuosa. Fue así como transitamos desde un momento destituyente hacia un acuerdo que —llamado “por la Paz y una Nueva Constitución”— implicaba una doble promesa: elaborar un andamiaje institucional donde todos nos sentiríamos representados y poner fin a la conflictividad política.
El primer intento fracasó con estrépito. Desde su inicio, el ánimo fue marginar la diferencia, las tradiciones, la sobriedad y la austeridad, para luego abrir paso al festival de desprestigio a punta de trajes de Pikachu, gritos e insultos, duchas en vivo y un falso y colérico enfermo como líder icónico. El corolario fue promover un texto con plurinacionalidad, fragmentación del país, justicias paralelas y un largo etcétera de normas que se apartaban prosaicamente de nuestras tradiciones jurídicas y constitucionales, y daban paso a una nueva forma de desigualdad, en la que los ciudadanos quedábamos desprovistos frente al inmenso poder del que se dotaba al Estado.
Si consideramos que las izquierdas en masa, salvo muy contadas excepciones, apoyaron con entusiasmo y alegría —como rezan las instrucciones de un tradicional juego de salón— la estrafalaria propuesta de la Convención y, con el Gobierno a la cabeza, hicieron denodados esfuerzos para lograr su aprobación, no es de extrañar que el texto que resulte de este segundo proceso les sea ajeno y difícil de asumir. Por eso las izquierdas desde hace rato no piensan sino en rechazar la nueva propuesta constitucional. Por razones de fondo y forma.
La razón de fondo es que el texto —que muy probablemente ratificará el Consejo en los próximos días— contiene mucho de lo que las izquierdas quisieron execrar de la Constitución vigente al impulsar, con un fervor casi religioso, su reemplazo. Con el agregado de que, en este nuevo texto, esos contenidos están recogidos incluso con mayor amplitud y en forma más explícita, dado que las ideas que primaron en su redacción no fueron las suyas. Esto debido a que las izquierdas pasaron por alto un par de detalles: en el primer proceso, empujaron su maximalismo a un extremo refundacional que hizo despertar la proverbial sensatez del pueblo chileno y, en el segundo proceso, supusieron que contarían con mayoría en cualquier órgano constitucional electo para imponer su visión de mundo. Pues bien, en el texto del Consejo estará, por ejemplo, la libertad de elegir, expresión de la subsidiariedad que tanta repulsa les provoca a las izquierdas y que, majaderamente, consideran sinónimo de constitucionalizar un cierto modelo en educación, salud y pensiones.
La razón procesal es que a cuatro años de la insurrección de octubre —que abrió por las malas el ciclo constituyente— el país simplemente no está para un tercer proceso. Por eso, y solo por ahora, mientras logran recomponer su prestigio y su fuerza electoral para una nueva arremetida constitucional, las izquierdas se sienten cómodas rechazando el texto que propondrá el Consejo, porque saben que la Constitución actual ya no es la de 1980, ni tampoco la del 2005: su quorum de reforma ahora es ostensiblemente menor.
*Publicado en El Líbero, 28 de octubre de 2023 con el título “Cuatro octubres, dos procesos”