Antonio-Carlos Pereira Menaut es un constitucionalista español, buen conocedor de la teoría política y un atento observador de la contemporaneidad cultural. Lo conocí en Piura en donde estuvo de profesor visitante de la Udep en varias temporadas. Su formación anglosajona le ha dado plasticidad y frescura a sus propuestas jurídicas y políticas. He utilizado con bastante provecho su libro Doce tesis sobre la política para mis clases sobre pensamiento político.
Después de años, me encuentro con un reciente ensayo suyo La sociedad del delirio: un análisis sobre el gran reset mundial (Rialp, 2023). Una lectura del estado cultural y social de nuestro tiempo -más bien del tiempo europeo- desde la mirada del observador que no ha renunciado al sentido común y puede decir que el rey está desnudo. Su propuesta metodológica es la mar de sencilla: “fiarnos de nuestra razón y de nuestros propios sentidos, estudiar cosas más que teorías sobre cosas, ir a lo concreto, ir siempre de lo conocido a lo desconocido, no olvidar que res sunt (las cosas son) y que la realidad objetiva existe, por mucho que la mecánica cuántica y el relativismo estén al acecho”.
Pereyra Menaut no solo es un fervoroso defensor de la libertad, sino que vive de ella. En los inicios de su ensayo señala que “la historia no es una sucesión de causa-efecto seguida automáticamente por una nueva causa-un nuevo efecto y así sucesivamente, todo ello visible ahora por nosotros, aunque sea con un gran esfuerzo, en el espejo retrovisor de los siglos. Cuántas veces lo que sucedió en tal o cual momento histórico no fue mera evolución o consecuencia necesaria de lo precedente. Cuántas veces han importado más las actitudes y las acciones concretas —de nuevo, la libertad humana— que las teorías; para no mencionar el azar, lo casual y lo imprevisible”. Una reflexión ajena a todo determinismo de antes y de ahora. No estamos condenados a perecer bajo el peso de la ola de la historia. Tampoco tiene que suceder en nuestras latitudes, lo que ya está pasando en Europa, Estados Unidos. La expresión que tantas veces se oye “esto también llegará al Perú”, la encuentro de un derrotismo impropio para quien se toma en serio la fuerza creativa de la libertad.
Otro de los asertos de nuestro autor, muy alentador para lo que Chesterton llamaba el hombre común, es la crítica a toda suerte de iluminado que asume el papel de portador de la ultima palabra en diversos temas cuando afirma: “no juzgues; experto credite; el gobierno sabe más y la Unión Europea todavía más; la OMS dice esto o aquello; el desarme industrial, agrícola y pesquero es bueno, aunque en tu ignorancia no lo veas; concentrar toda la producción en China es bueno (ahora ya no lo parece tanto); la ley es la ley y es para cumplirla; no te fíes de tu razón ni de tus sentidos, una investigación de la universidad norteamericana de X demuestra que las hojas de hierba en realidad no son verdes”. Se trata de recuperar el sentido común y poner las cosas en su sitio, sabiendo que hay tantas materias abiertas aún al diálogo alturado de científicos y de profanos.
Viene ahora el diagnóstico de la situación presente. Coincido con Pereira Menaut cuando indica que uno de los rasgos de la cultura europea es el alejamiento de Dios y la consiguiente pérdida del sentido trascendente de la vida. A este telón de fondo, se suma “una postura negativa y pesimista acerca del hombre, y, últimamente —importante novedad—, también acerca del mundo. Sería la cosecha de haber sembrado la pérdida del sentido de la realidad, de haber negado que res sunt, las cosas, son”. Esta postura de realismo clásico ante las cosas supone una actitud de humildad en el ser humano en su relación con el entorno: lo real es y pide reconocimiento de su peculiar modo de ser y de obrar.
Continúa nuestro autor señalando que “de las muchas virtudes y actitudes buenas que necesitamos, hoy precisamos un tipo específico que nadie nos dará a menos que en primer lugar se vea su necesidad. Necesitamos contrarrestar el aborto, la negación de la libertad religiosa (y otras), el tráfico de personas y la hipersexualización, pero también necesitamos algo que contrarreste el capitalismo de la vigilancia, la tecnocracia, la comercialización de la atención, la malla que nos ahoga en regulaciones, la falta de prudencia, la intolerancia para con la imperfección, la manipulación de la naturaleza humana, las condiciones que directa e indirectamente favorecen la ola de suicidios y tantos problemas más. Necesitamos (…) orden, norte, sentido”. Es un buen listado de tareas para cuya realización hace falta optimismo y una buena dosis de espíritu quijotesco.
En algunos aspectos, el tono del diagnóstico se torna demasiado lúgubre para mi gusto y vuelvo la cara hacia nuestro Perú, tierra ensantada y bendecida en tantos aspectos, en donde hay muchas más luces que en la ensombrecida Europa con sus desorientaciones en asuntos de hondo calado. Aquí respetamos la vida humana desde su concepción. La familia mantiene sus rasgos esenciales. Tenemos, asimismo, una religiosidad arraigada manifestada en tantísimas devociones populares que inundan las calles de toda la geografía peruana. El mestizaje de todas las sangres nos hace más inclusivos. La ideología de género y la cultura de la cancelación no acallan las voces de una fructífera libertad de expresión y de conciencia. ¿Problemas? Muchos, pero también promesas cuyo cumplimiento despierta el ánimo emprendedor de tantas generaciones de peruanos.
“Para ese futuro más humano, más social y más constitucional -propone Pereira Menaut- precisamos un mínimo de raíces familiares, sociales, territoriales y culturales; un mínimo de amigos —sin amigos nadie podría vivir, pensaba Aristóteles—, un mínimo de conversaciones que no sean de ascensor, un mínimo de comunidades de dimensiones humanas; un mínimo de estabilidad; de trabajo profesional, de ser útil, de hacer cosas uno por sí mismo, incluso con las manos; un mínimo de espacios vetados al ojo del estado o de Google; un mínimo de relaciones directas con personas, no con roles profesionales (mucho menos, con un bot); un mínimo de relaciones estables, algunas de ellas incondicionales; un mínimo de compromisos serios que den sentido a la vida”. No solo un futuro más humano, también un presente más real, más cercano, más interpersonal. Me apunto a esta vida buena con aire a La Comarca de los Hobbit.