En la catequesis sobre los vicios y las virtudes, el Santo Padre habló sobre la belleza del enamoramiento y la castidad entre el hombre y la mujer, al mismo tiempo que advirtió de los peligros que pueden dañarla.
Continuemos nuestro itinerario sobre los vicios y las virtudes. Los antiguos Padres nos enseñan que, después de la gula, el segundo “demonio” que está siempre agazapado a la puerta del corazón es el de la lujuria.
Mientras que la gula es la voracidad hacia la comida, este segundo vicio es una especie de “voracidad” hacia otra persona, es decir, el vínculo envenenado que los seres humanos tienen entre sí, especialmente en el ámbito de la sexualidad.
Atención: en el cristianismo no se condena el instinto sexual, no hay una condena. Un libro de la Biblia, el Cantar de los Cantares, es un maravilloso poema de amor entre una pareja de novios. Sin embargo, esta hermosa dimensión, la dimensión sexual y del amor, de nuestra humanidad, no está exenta de peligros, hasta el punto de que San Pablo ya tiene que abordar la cuestión en la Primera Carta a los Corintios.
Escribe: “Es cosa pública que se cometen entre ustedes actos deshonestos, como no se encuentran ni siquiera entre los paganos” (5,1). El reproche del Apóstol se refiere precisamente a un manejo malsano de la sexualidad por parte de algunos cristianos.
Pero miramos la experiencia humana, la experiencia del enamoramiento. Hay aquí muchos recién casados, vosotros podéis hablar de esto. Por qué sucede este misterio y por qué es una experiencia tan demoledora en la vida de las personas, ninguno de nosotros lo sabe. Una persona se enamora de otra y el enamoramiento viene.
Es una de las realidades más sorprendentes de la existencia. La mayoría de las canciones que oímos en la radio hablan de esto: amores que se encienden, amores que siempre se buscan y nunca se alcanzan, amores llenos de alegría o amores que atormentan hasta las lágrimas.
Si no está contaminado por el vicio, el enamoramiento es uno de los sentimientos más puros. Una persona enamorada se vuelve generosa, disfruta haciendo regalos, escribe cartas y poemas. Deja de pensar en sí mismo para proyectarse completamente hacia el otro. Esto es hermoso. Y si le preguntas a una persona enamorada para qué ama, no encontrará respuesta: en muchos sentidos, el suyo es un amor incondicional, sin motivo.
Paciencia si ese amor, tan poderoso, es también un poco ingenuo: el enamorado no conoce realmente el rostro del otro, tiende a idealizarlo, está dispuesto a hacer promesas cuyo peso no capta inmediatamente. Este “jardín” donde se multiplican las maravillas no está, sin embargo, a salvo del mal. Está contaminado por el demonio de la lujuria, y este vicio es particularmente odioso, al menos por dos razones.
Ante todo, porque devasta las relaciones entre las personas. Para documentar tal realidad, desgraciadamente bastan las noticias cotidianas. ¿Cuántas relaciones que comenzaron de la mejor manera se han convertido luego en relaciones tóxicas, de posesión del otro, carentes de respeto y de sentido de los límites? Son amores en los que ha faltado la castidad: una virtud que no hay que confundir con la abstinencia sexual.
La castidad es otra cosa que abstinencia sexual, y va unida con la voluntad de no poseer nunca al otro. Amar es respetar al otro, buscar su felicidad, cultivar la empatía por sus sentimientos, disponerse en el conocimiento de un cuerpo, una psicología y un alma que no son los nuestros, y que hay que contemplar por la belleza que encierran. Amar es eso, y el amor es hermoso.
La lujuria, en cambio, se burla de todo esto: saquea, roba, consume de prisa, no quiere escuchar al otro sino sólo a su propia necesidad y placer. La lujuria juzga aburrido todo cortejo, no busca esa síntesis entre razón, pulsión y sentimiento que nos ayudaría a conducir sabiamente la existencia. El lujurioso sólo busca atajos: no comprende que el camino del amor debe recorrerse lentamente, y esta paciencia, lejos de ser sinónimo de aburrimiento, nos permite hacer felices nuestras relaciones amorosas.
Pero hay una segunda razón por la cual la lujuria es un vicio peligroso, entre todos los placeres del hombre, la sexualidad tiene una voz poderosa. Implica todos los sentidos; habita tanto en el cuerpo como en la psique. Esto es bellísimo, pero si no se disciplina con paciencia, si no se inscribe en una relación y una historia en la que dos individuos lo transforman en una danza amorosa, se convierte en una cadena que priva al hombre de libertad.
El placer sexual, que es un don de Dios, se ve socavado por la pornografía: satisfacción sin relación que puede generar formas de adicción. Debemos defender el amor de la mente, del cuerpo, el amor puro de darse el uno al otro y esta es la belleza de la relación sexual.
Ganar la batalla contra la lujuria, contra la “cosificación” del otro, puede ser un empeño que dura toda la vida. Pero el premio de esta batalla es el más importante de todos, porque se trata de preservar esa belleza que Dios escribió en su creación cuando imaginó el amor entre el hombre y la mujer, que no es para usarse el uno al otro, sino para amarse.
Esa belleza que nos hace creer que construir juntos una historia juntos es mejor que lanzarse a la aventura (muchos don Juanes por ahí), cultivar la ternura es mejor que doblegarse ante el demonio de la posesión, el verdadero amor no posee, se dona. Servir es mejor que conquistar. Porque si no hay amor, la vida es triste soledad.