Estamos en un nivel peligroso de silencio y apatía, que hace que las reacciones no se manifisten, que las protestas no sean significativas y de impacto, porque la gente le ha perdido fe a la lucha y a la búsqueda de respuestas y soluciones, viviendo o sobreviviendo en una frágil y caricaturizada democracia que se sigue desmoronando y a la vez, subsistiendo de forma inexplicable porque en otros tiempos, el más mínimo llamado para salir a las calles, hubiera determinado una masiva movilización ciudadana exigiendo la inmediata renuncia, procesamiento o ejecución mediática de muchas autoridades. Sin embargo, no se trata de indiferencia, sino de un desgano acorazado en la mente de la mayoría, un “sigo de largo” porque “¿Para qué pelear, para qué protestar, si todo seguirá igual o peor, si los medios no se compran los pleitos de las personas y más bien se alquilan o venden a los de quienes causan daño, maldad y corrupción?”
El país, como muchas otras naciones, “está envuelto en una bolsa biodegradable de miserias y silencios, de cobardías y ausencia de indignación hacia fuera”, porque la gente no desea -aunque quiere- explotar contra los gobiernos de izquierda en especial, contra los congresos de todos los colores y calamidades, de todas las fechorías y desgracias que aumentan cada día la cólera y su escalada hacia la ira, pero que por el momento “es eso”, acumulación de iras, que no revientan y que llegado el momento, pueden ser de consecuencia absolutamente dañina para todos (ese es el gran problema cuando no se va haciendo la lucha y se espera un detonante final que puede dejar de ser la gran solución, para convertirse en la nueva fatalidad y permanente desilución).
Es clarísimo: estamos en recesión económica, retroceden la mayoría de los indicadores estratégicos de producción, aumenta imparablemente la corrupción y la sinverguenzería desde el gobierno y el congreso, desde los gobiernos regionales y las municipalidades provinciales y distritales, en las empresas públicas y en los organismos reguladores que ahora son “festinadores y regaladores”… y mientras tanto, las familias peruanas deben callar, los emprededores aguantar, las empresas privadas someterse a la coima y a las extorsiones, la justicia ceder, la vida…dejar de ser vida y perder el sentido de la alegría y felicidad.
Estamos permitiendo que el desgano nos calle, que la dejadez nos inmovilice. Y frente a todo esto, “el caradurismo” de los ministros es la mayor conchudez que se ve, lee y escucha en los medios de comunicación. Y ese “caradurismo” es también el rostro, la voz y la letra de los periodistas que antes hacían labor con su profesión y ahora se colorean y disfrazan para aplastar la verdad y la razón. ¿Ven?
Hace muchos, muchos años, uno aplaudía y hasta podía celebrar el nombramiento de un Ministro, era además, mérito y reconocimiento a la vida profesional, al buen nombre y prestigio de quien acompañaba al Señor Presidente en el ejercicio de la gestión y administración del Estado desde el gobierno… pero ahora… ahora es una lástima la desgracia que se multiplica desde los “caradura”.