Todos estos frentes mencionados tienen una gran dosis de incoherencia, en cierto modo, es como vivir en una esquizofrenia vital permanente: a la vez que exigen derechos para la mujer, callan frente a culturas en que la mujer no vale prácticamente nada si no es como paridora de hijos.
A la vez que exigen derechos para los animales, callan frente a culturas que obligan a un sacrificio cruento, desterrado de Europa en tiempos más civilizados y que hoy vuelve a ser obligatorio.
A la vez que exigen el respeto a su orientación sexual, se posicionan junto a culturas en las que se ahorca a los homosexuales por mandato divino.
A la vez que alardean de ser multiculturales, tolerantes y respetuosos con todas las culturas, pues, dicen, todas nos enriquecen, renuncian a su propia cultura de origen para sumergirse en culturas que no son tolerantes, ni respetuosas, con nada que no sea lo suyo.
Y mientras piden “no borders” y exigen más y más refugiados para satisfacer su dosis de “buenismo” o para llenar las arcas de sus asociaciones, reniegan de sus propios hermanos de sangre y de cultura. Su insolidaridad y su desprecio por sus compatriotas es el anverso de su cacareada solidaridad y apertura al “otro”.
El patrimonio que hemos heredado de nuestros antepasados no es solamente un pedazo de tierra o unas tradiciones típicas. Hay dos señales muy claras de que hemos perdido nuestra identidad: no reconocemos nuestro patrimonio natural, ni lo cuidamos.
Por poner el ejemplo del patrimonio natural, pasear por cualquier monte de nuestro país es pasear entre papeles, latas vacías, botellas abandonadas, bolsas de plástico tiradas…: la auténtica “Marca España”, omnipresente de norte a sur y de esa a oeste. Los españoles no sienten como suyo el patrimonio natural porque no tienen identidad de pueblo. Les da igual que los montes no se repueblen, les da igual que estén limpios como les da igual que estén sucios. Es más: prefieren a todas luces que estén sucios, si no no se entendería que estén como estén de desatendidos y degradados por su propia acción u omisión.
Eso es algo que está ahí, pero no es suyo. Qué diferencia con los identitarios de otros países (de izquierda o derecha: nos llevaríamos más de una sorpresa si nos asomáramos sin prejuicios a las realidades de otros países y culturas) que cuidan y miman sus árboles, sus montes, su patrimonio natural, porque quieren entregarlo a sus hijos. Y nuestros políticos, que lo saben, no dedican dinero al cuidado de nuestro patrimonio natural. ¿Para qué?, si al propio pueblo español le da lo mismo.
Y lo mismo sucede con el patrimonio cultural y artístico. Poco a poco, se van prohibiendo tradiciones “por no ofender” a los que con todo se ofenden, hasta que esas tradiciones, a fuerza de ser prohibidas, se pierdan. Y por otro lado nuestra geografía está llena de ruinas de monumentos históricos que se caen literalmente a pedazos ante la indiferencia de todos.
Las consecuencias de tantos frentes abiertos a la vez son evidentes. Un pueblo que se pierde en el relativismo moral, social y ético: todo vale y vale todo, y por tanto, no hay identidad de pueblo, y consecuentemente no hay patriotismo verdadero. (En España se piensa que patriotismo es pintarse la cara de amarillo y rojo y envolverse en la bandera con ocasión de algún partido de fútbol).
Un pueblo sin identidad está condenado a extinguirse, porque no tiene nada que conservar, ni mucho menos legar a sus descendientes.
Si un pueblo, en nombre de la tolerancia, cede en abandonar sus propias costumbres, sus tradiciones, frente a otro pueblo que no tiene intención alguna de perder las suyas, el primero será finalmente absorbido o sustituido por el segundo.
En varias generaciones no quedará más que el recuerdo en los libros de Historia (si hay libros de Historia para contarlo) de lo que fue en el pasado. Una cultura que quiere desaparecer, como la nuestra, terminará por desaparecer. Un pueblo que carece de identidad no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir como pueblo.
Nosotros estamos condenados a desaparecer como cultura y como civilización, a ver cómo nuestro país se va muriendo poco a poco sin que nuestros gobernantes hayan hecho lo más mínimo para evitarlo, sino todo lo contrario: acelerar el proceso de decadencia y fomentar la condiciones para su caída.
Estamos condenados a ver cómo nuestras costumbres y tradiciones dejan de serlo para, primero, diluirse en una falsa convivencia y después, tener que asumir otras costumbres y tradiciones que nada tienen que ver con nosotros, ni con aquello por lo que lucharon nuestros antepasados. Todo lo que ellos consiguieron, se perderá para siempre, arrastrado por otra cultura que, será como sea, pero que no reniega de lo que es, ni se avergüenza de ello.
Ser identitario no es cuestión de ideología o de política. Es cuestión de supervivencia.
Escrito por Yolanda Couceiro @yolandacmorin