Un artículo de Francisco Bobadilla para minutodigitalperu
Marx (1818-1883), Nietzsche (1844-1900) y Freud (1856-1939) son conocidos, entre otras cosas, como los maestros de la sospecha. En rápido significa que las cosas no hay que tomarlas como aparecen, sino que hemos de someterlas a la sospecha: detrás de cada personaje, acción, promesa, contrato, etc., habría siempre una turbia trastienda.
Si esto lo llevamos a las famosas mesas de diálogo para resolver conflictos, Marx diría que cada palabra esconde un interés de clase, si es de la burguesía es reprobable; si es del proletariado es alabado. Nietzsche afirmaría que toda posición esconde un resentimiento hacia la vida, no hay verdad, sino voluntad de afirmar “mi verdad”, son los débiles los que nos quieren imponer sus posturas. Freud mataría nuestra inocencia, diciéndonos que detrás de los castos piropos hay oscuras e inconfesables pulsiones sexuales. Total, si tengo que sentarme en la mesa con tales actores, lo mejor es salir corriendo.
El diálogo, cuando es verdadera comunicación y no solo simple notificación de posiciones, está orientado a conseguir acuerdos, transacciones. Unos y otros hablan y escuchan, aclaran posturas, se dejan sorprender por la verdad y son capaces de trascender las personales antipatías. Un diálogo así sólo es posible en una cultura de la confianza y no de la sospecha. Se va abriendo paso –no sin dificultad- los intereses comunes, evitando quedar empantanados en metas cortoplacistas que exageran el carácter urgente del problema, hipotecando el futuro y el bien común. Para dialogar se requieren ciertas competencias, no todos las tienen.
La cultura de la sospecha no construye sociedad, mucho menos familia.
La sospecha aísla y excluye: tú no, porque eres de la patronal; tú, tampoco, porque naciste en buena cuna; tú, menos, porque no te gusta el campo y así sucesivamente.
La sospecha descalifica y no deja en pie interlocutor válido. Quiere interlocutores de otro planeta, sin pasiones, sin intereses, sin pasado, sin trabajo, puras abstracciones inexistentes.
La cultura de la confianza, por el contrario, sabe que cada cual trae simpatías y antipatías, es decir, tiene su corazoncito. Desde esta situación -que es la de casi todos los que somos seres humanos- conversamos y nos esforzamos para ponernos de acuerdo.
No vamos a vencer, vamos, en primer lugar, a comprender, ponernos en el lugar del otro. La gran convicción de este diálogo constructivo es, precisamente, que sí podemos llegar a posiciones que hagan justicia a unos y otros. Camino largo y difícil, pero no imposible para la cultura de la confianza.