El 2021 es el año del Bicentenario y un Presidente elegido por todos los peruanos tendrá varios deberes sagrados que cumplir, pero no sabemos si los cumplirá “hasta quemar el último cartucho”, honrando en algo la memoria de nuestros héroes y antepasados, o será simplemente otro advenedizo e improvisado que se sienta a ver lo que ocurre, echándole la culpa de los males a todos, mientras engrosa su billetera y la riqueza mal habida de su entorno. No lo sabemos.
Tenemos siempre una esperanza en el rostro, en la mente, en cada día que viene y miramos a nuestras familias sobrevivir en un país herido en el alma, que no respira como antes, que ha perdido el olor de la tierra, las costumbres y tradiciones que lo enriquecen, hipotecando todo, abandonando mucho.
Vivimos -es un decir- inclinados, pero viendo de reojo que una luz sólo alumbra a los que deciden abrir la puerta, a los que rompen con el pasado y se imponen en el presente.
Sobrevivimos -eso sí-, porque aún pensamos que somos dueños de nuestro destino, estando callados, agachados, siguiendo de largo, diciendo siempre “que todo está bien”, cuando ya no hay ni todo, ni nada está bien.
Sólo existen dos obligaciones ahora: esperanza y condena.
La esperanza es elegir bien, pero para eso hay que animar a los que pueden ser esa voz, conciencia y ejemplo que se necesita para gobernar. La condena, qué duda cabe, es a la inmensa tropa de rufianes que han hundido su puñal contra el cuerpo desfalleciente del Perú y lo han lanzado al abismo.
Esperanza es el nombre del futuro, condena es la señal del presente.
Recuerden que es diferente decir con esperanza: “Se busca Presidente”; que alertar en un anuncio policial escribiendo para capturar y condenar: “Se busca, presidente”, por el siguiente en fugar.