El ensayo de la polaca Alicja Gescinska, “La música como hogar. Una fuerza humanizadora” (Siruela, 2020) me atrajo desde el inicio y resultó ser una reconfortante lectura, meditación sosegada de la belleza musical en sus múltiples expresiones.
Está la música apacible del campo, también, la fuerza atronadora del mar cuando rompe contra los acantilados. Vemos y oímos bandas de músicos animando los desfiles militares y escolares. No faltan los intérpretes de instrumentos de cuerdas tocando en alguna de nuestras calles. En breve, empezarán a sonar los villancicos navideños y las luces de colores acompañadas por sencillas melodías.
La música a la que se refiere Gescinska es, principalmente, la música clásica, aunque sus reflexiones alcanzan a todos los rostros de la música, no en vano la joven autora dedica su libro a sus tres hijos que, “a pesar del ruido que arman, son ante toda la fuente de armonía de su vida”. No todo es música, desde luego. Tampoco, todo es ruido. En el mundo de Narnia -ideado por C. S. Lewis- Aslan, el rey león, despierta a la creación con un canto matutino. El rugido aterrador se torna en melodía acogedora. Es la voz de mamá, dulce cuando le canta al niño en su cuna, o demandante cuando llama la atención del adolescente.
Dice la autora -no sin preocupación- que “la distinción existente entre escuchar música para alejarnos de nuestro interior y escuchar música para acercarnos a él (…) nos ayuda a comprender que la música no se puede reducir a su efecto terapéutico; la música es más que la botella de vino con la que dejamos de lado nuestras preocupaciones al terminar el día. La primera forma de escuchar música no puede arrinconar por completo a la segunda, pero tal vez sea esa la dirección en la que estamos evolucionando”. La música no se reduce a ser un ornamento de la existencia humana, es más bien una dimensión constituyente de la realidad.
Sin dejar de ser una fuente de esparcimiento, continúa diciendo Gescinska, “la música es también una forma muy fértil de esfuerzo y empatía cuyo fruto es una mayor capacidad de comprensión, tanto de nosotros mismos como del mundo en que vivimos. Y eso tiene una gran trascendencia moral, porque el mundo sufre una grave falta de compresión y un exceso de individualismo. Con la música aprendemos a ser humanos, a formar parte del grupo y a no ser extraños para nosotros mismos ni para los demás. Cuanto más a menudo encontremos un hogar en la música, más a menudo encontraremos un hogar gracias a la música”.
Comprensión y afinidad son claves de la empatía, competencia emocional que nos ayuda a ponerle rostro a nuestro prójimo, poniéndonos en su misma longitud de onda. La música, escuchada reposadamente, nos permite detenernos en el mundo interior personal y en el del amigo. El alma se aquieta y se esponja; cabe la alegría, la conmoción, el estupor. “No nos convertimos en santos, anota la autora, pero puede ayudarte a comprender mejor al otro y a ti mismo, y a saber cuál es tu lugar en el mundo. Y ese conocimiento tiene una importancia capital para transformarnos en mejores versiones de nosotros mismos”.
Me encanta la música y la canto para consumo casero. Tengo mis preferencias. No llego al gusto refinado de la música clásica, pero comprendo su valor y su naturaleza de bien honesto, es decir, de bien en sí mismo. Quien ha entrenado su oído musical, no sólo mira la realidad, también la escucha en lo que tiene de noble y armónico, a pesar de las estridencias de la vida.