Recuerdo muchísimo las palabras de mi bella abuela al decir: “Cuando suenan las campanas, se está llamando a la Misa y todos, limpios y peinados, vamos contentos a rezar”; y eso hacíamos algunos días de semana y los domingos por supuesto. Alimento espiritual, fortaleza católica.
En las calles, íbamos de la mano, la familia, y nos saludábamos a cada quince pasos con vecinos, amigos de la escuela, del trabajo, de la vida misma. Todos teníamos esas sonrisas únicas de la alegría por ir a Misa, de encontrarnos con Cristo y gracias a Él, con nuestros conocidos y cercanos. Los confesionarios estaban ordenados y de allí a comulgar; en la puerta saliendo, rodeábamos al Sacerdote para saludarlo, recibir una Bendición y decirle que vaya a casa, para el lonchecito.
La modernidad, las crisis morales, económicas, culturales, políticas, educativas y de muchas otras razones, han llevado a que el tiempo no nos alcance más que para producir y dormir algo, estar asustados por el tiempo y angustiados por el poder que se ejerce sobre cada uno. El miedo es la sombra que aparece cada mañana y la que se oculta en las noches, miedo al poder de otros, en realidad, opresión.
¿Y eso hay en la Iglesia? Sí, y lo hacen los que se quitan la sotana para darse de autoridad, los que olvidan el Rosario para vertir en sus manos placeres y acuerdos que destruyen, que quitan hermandad y diálogo.
La Iglesia sufre su mayor crisis histórica en momentos que podría recuperar el liderazgo en cada comunidad, pero no lo hace porque ha sido invadida por los que no saben liderar y sólo saben dormir en enormes iglesias olvidadas por los fieles.
¿Qué curas fueron a casa para darle la Comunión a los moribundos? ¿Qué “ministros extraordinarios” fueron realmente extraordinarios en su peregrinaje diario auxiliando con la Fe, la Palabra y el Cuerpo de Cristo a los más ancianos y enfermos? ¿Cuántas Misas se hacen en casa o en la vereda de la calle, en el parque del frente, en el cruce de dos avenidas, en la puerta de un hospital con uno, dos, cinco, diez Cristianos? La Fe abandonada por los soldados de Cristo que entregaron sus armas.
“Es que se pueden contagiar…” ¡Que se contagien, pero de Fe!