Erasmo de Róterdam (1466-1536) es considerado el príncipe de los humanistas. Su nombre está asociado a la universalidad, la dignidad de la persona, la paz, la conciliación. Muchas instituciones toman su nombre para nominar premios a la cultura, resaltar la internacionalización universitaria o promover acuerdos en medio del pluralismo ideológico. Hombre del Renacimiento y cultor de las letras vivió tiempos de conflictos entre los príncipes y fue testigo, también, de las guerras de religión. Fueron los suyos tiempos de florecimiento de la cultura, así como de una de las rupturas más grandes que sufrió el Cristianismo: la Reforma Protestante.
Hombre culto como el que más, fue crítico de la pereza intelectual de tiros y troyanos. Su “Elogio de la estupidez” (o Elogio a la locura como también se lo traduce) fue una humorística a la frivolidad cultural de su época: no queda títere con cabeza que resista a su mordaz pluma. Pensó, asimismo, que la educación y las virtudes eran el camino para recuperar el buen gobierno de la Iglesia y de los reinos. Su libro “La educación del príncipe cristiano” es justo lo contrario al pragmatismo de “El Príncipe” de Maquiavelo.
Erasmo fue un intelectual, no un hombre de acción como lo fue su gran amigo, el humanista Tomás Moro, Gran Canciller de Inglaterra con Enrique VIII. A Moro, la fidelidad a sus principios y a la Iglesia católica le costó la vida, considerándose siempre un leal súbdito de la Corona inglesa. Si Erasmo entró en polémica con Lutero -para discrepar de la libertad esclava que el reformista defendía- fue muy a pesar suyo. Él buscaba la concordia, no la disputa. Con este talante espiritual se entiende el tono de su escrito “Lamento de la paz” escrito en 1516 (Acantilado, 2020).
Para Erasmo los seres humanos están hechos para la paz no para la guerra, de ahí que sostenga que “deberíamos reconocer cuántos medios ha puesto a nuestra disposición la naturaleza para enseñarnos a vivir en paz. No sólo quiso que, por el sólo hecho de la mutua bondad, la amistad nos resulte placentera, sino también necesaria. Por eso repartió los dones corporales e intelectuales de tal modo que nadie los posea hasta el extremo de no necesitar a los demás, por humildes que sean, y dio distintas cualidades a cada cual para que la propia disparidad fuera compensada por medio del intercambio amistoso” (p. 16).
Escribe en los tiempos de una Europa aún cristiana, de ahí que apele a esa común herencia religiosa que, no por común, fue siempre observada. Recuerda que “así como los príncipes de este mundo recurren a las marcas de distinción para dar reconocimiento a sus súbditos, sobre todo en la guerra , la marca distintiva de los discípulos de Cristo no fue otra que el amor mutuo: “En esto conocerán todos que son mis discípulos”, no por la vestimenta, ni por los alimentos, ni por la duración de los ayunos, ni por el número de salmos que recitéis, sino por el hecho de amaros los unos a los otros, no de cualquier modo, sino “como yo os he amado”. Innumerable son los preceptos de los filósofos, les dijo, muy variadas son las leyes de Moisés, incontables los edictos de los reyes, pero: Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros” (p.32).
La paz erasmiana gime por doquier, pues lo que encuentra son disputas en todos los órdenes sociales, el mayor de ellos la guerra. Ante este panorama, surge del fondo de su espíritu un altísimo deseo y dice: “que se concedan todos los honores a los príncipes que, gracias a su habilidad y a sus decisiones, eviten la guerra e instauren la paz en el mundo. En definitiva, a quienes empleen todos los medios, no para hacerse con el mayor número de soldados y maquinaria de guerra, sino para lograr que todas esas cosas sean innecesarias (p.59)”. En este empeño llevamos siglos los seres humanos. Somos testigos de conflictos internaciones y, tantas veces, somos protagonistas de reyertas internas que desgarran la paz social y la del alma.
Si como decía San Agustín, la paz es tranquilidad en el orden, qué frágil es su existencia. El desorden político, jurídico, económico hace saltar en pedazos la añorada paz. Un desorden, por cierto, generador de nuevos desasosiegos sociales. Arduo es el camino de la paz: sus artífices no son los pacificadores sino los pacíficos.