Simone Weil (1909-1943), de ascendencia judía, filósofa, mística, activista política, es un ejemplo de coherencia intelectual y vital. Exigente consigo misma, indulgente con el necesitado, dispuesta a seguir la misma suerte del atribulado. Con frecuencia leo sobre ella y de ella. Sus ideas son fogonazos de luz que iluminan diversos aspectos de la condición humana con novedad y profundidad inusitadas. Su proximidad al pensamiento y vida cristiana sale a relucir en sus escritos. La amistad que mantuvo con Gustave Thibon y el P. Perrin, ambos católicos, habla de esa afinidad. Sus inquietudes espirituales, asimismo, asoman de continuo en la finura con la que toca los hilos más sensibles de la intimidad humana como, por ejemplo, la amistad.
Mónica Mesa Fernández ha seleccionado fragmentos sobre la amistad de los “Cahiers” de Simone Weil, así como del libro “A la espera de Dios” dando forma a un pequeño libro “La amistad” (Editorial Hermida, 2020). Son notas articuladas sin la pretensión de hacer un tratado, lo suficiente para pensar al hilo de sus reflexiones.
“Entre los seres humanos -anota Weil-, sólo reconocemos plenamente la existencia de aquellos que amamos”. Este pasaje me recuerda una escena de “El Principito” de Saint-Exupéry. El zorro le dice al Principito que le diga la hora en que llegará. De ese modo, la espera será ya un gozo. Cuando vea el dorado de los campos de trigo verá en ellos la figura del amigo de cabellos rubios y sabrá intuirlo a la distancia. Qué fácil nos es reconocer a quienes amamos: la sonrisa a lo lejos, el rumor de los pasos, la cadencia al caminar, la mirada inquieta. Nos basta una palabra para dar con el texto y contexto completo, nos adivinamos. Lo del “plenamente” quizá nos quede grande, pero apuntamos a esas alturas.
“No hay sentimiento de realidad sin amor -continúa diciendo Weil-, y este vínculo está en la raíz de la belleza”. Además de lindo, es un texto hondamente metafísico. Las dimensiones más radicales de la realidad -ser, verdad, bien y belleza- comparecen en el amor. Una amistad real que aúna cuerpos y almas; verdadera porque se muestra en el ser y no en la apariencia; buena porque crecemos en virtud y no nos falta la mano que nos levanta cuando caemos; bella porque es armónica y la podemos lucir en su sencillez saboreando un buen café.
“La amistad es una igualdad hecha de armonía, decían los pitagóricos. (…) Hay igualdad -afirma Weil- porque se desea la conservación de la facultad de libre consentimiento en sí mismo y en el otro. Cuando alguien desea subordinar a un ser humano o acepta subordinarse a él, no surge la amistad”. La amistad así entendida es un encuentro de libertades, un sí continuo al vínculo que nos une y, al mismo tiempo, un permanecer sin cadenas, honrando libremente la promesa de lealtad. Entre los amigos hay admiración, no dominio; hay afinidad, no homogeneidad; hay libertad, no necesidad. Alto y arduo nos lo pone Weil.
“La amistad -sentencia la mística- es el milagro en el que un ser humano acepta mirar con distancia y sin acercamiento alguno al ser que le es necesario como alimento”. Uno al lado del otro con un respeto inmenso al santuario del ser personal más íntimo del amigo. Conseguir guardar la distancia es un milagro, desde luego, pues es muy fácil que la cercanía se convierta en invasión. Cuando suceda, un paso hacia atrás, sin melodramas, para volver a recuperar el sano distanciamiento amical.
“El amor, siendo humano, tiene algo de divino”, dice el vals criollo. La amistad otro tanto. Weil, también, se mueve en esas alturas celestes y afirma que “la amistad pura es una imagen de la amistad perfecta y única que es la Trinidad y que es la esencia misma de Dios. No es posible que dos seres humanos sean uno y se respeten radicalmente en la distancia que los separa si Dios no se hace presente en cada uno de ellos”. Sin Dios pocas cosas nos salen redondas. Sin su asistencia, los alfileres de los que penden nuestras capacidades se vienen abajo al menor movimiento en falso. Y como Dios es un amante pudoroso está entre los amigos, sin hacer bulto ni multitud. Simplemente está. Cuando, además, dos o tres estén reunidos en su nombre, allí está en medio de los amigos con mayor razón. Sin Dios, la cercanía se hace pegajosa y la distancia se convierte en lejanía.
Con Simone Weil hemos de empinarnos de continuo: la amistad verdadera, buena y bonita, vale el esfuerzo.