Me miraba con uno de sus pequeños ojos, casi guiñando y parpadeando, echado como estaba sobre su almohada, esa que se coloca al final de la cama.
–Es que es muy temprano papito– me decía y su voz no era justamente un bostezo, pero acariciaba la mañana, cada mañana.
–Vamos hijo, que se hace tarde y el tráfico es terrible–, debía explicarle, mientras jalaba despacio la frazada que casi le cubría bajo la barbilla su delgado rostro, aún de niño.
Todos los días era el mismo trajín, la misma entrega pidiendo que los ojos de sus ojos se abran al día entero que estaba comenzando.
Cuántas veces lo mismo y nunca me aburría, a pesar de que ya no era el mismo al que cambiaba sus pañales, aquel que se deslizaba suavemente de su camita y en saltitos de puntas iba a buscarnos –a mamá y papá– en nuestra cama, para que su mano jugara con mi cabello haciéndolo más enrulado en sus dedos y con la otra manito no dejara de hacer ruido con sus labios.
–Patricio, súbete y dale un beso a tu mamita–, le decía en voz casi de silencio y él, presuroso me jalaba del brazo de mi pijama para estirarla y subirse con una complicidad y alegría que aún recuerdo mientras yo también estoy ahora, echado sobre mi cama, añorando en mi silencio, recordando en una mirada sobre el cielo de la ventana que no llego a tocar.
Hace un año no lo veo, pero lo recuerdo. No lo veo porque ya es un hombre, ya se casó, trabaja, tiene en mente muchas ideas y sueños como los de cuando estaba en casa y lo iba a despertar o a desperezar.
–Vamos, vamos al colegio Patricio; se nos hace tarde.
Salíamos presurosos y él me pedía que le peine. Nunca aprendió y hasta ahora se le ve con el pelo revoloteado, a lo cantante de rock. No aprendió o no quería que dejara de peinarle.
Y a medida que bajábamos del edificio, miraba a su hermana como si fuera un espejo de su imaginación: alta, hermosa, ordenada, todo siempre en su lugar.
–Vale ¿estoy bien peinado?–, preguntaba sabiendo que de igual forma su hermana le diría que sí.
Hace un año lo recuerdo, pero no lo veo. Patricio corría por toda la casa cuando regresaba del colegio; subía y bajaba presuroso las escaleras, agarraba galletas y caramelos, jugaba con el perro como si fueran compañeros de travesuras.
–¡Yaaaaaaa, pasa por debajo de mis patas!–, le decía a su mascota que ladraba y saltaba con los gritos de Patricio.–Qué diabluras de estos dos–, iba pensando desde mi oficina. Qué cosas encontraré en estos dos.
Recordaba en mi habitación silenciosa esta mañana, solo como estaba, esperando las visitas del médico, de las enfermeras, de la señora que me trae el desayuno.
–Es que ya estoy viejo–, me hablaba a mí mismo.
Estoy viejo pero lleno de recuerdos que no se arrugan como mi rostro, que no terminan siendo ceniza como mi pelo.
Sus grandes ojos miraban mis pequeños ojos, que ya no guiñan ni parpadean, echado como estoy en la cama. Ha venido temprano –como iba yo– a verme, a decirme cosas que no escucho muy bien pero las leo de sus manos.
–Levántate viejo, se hace tarde, tenemos que ir a misa, al parque a jugar pelota y después de darle un abrazo al cura, vamos a almorzar ese cebiche y la parihuela que tanto te gustan–, me dijo junto a mis lágrimas.
Me pide que no cierre los ojos, voy con él.