Los escritos de Blaise Pascal (1623-1662) son de aquellos a los que vuelvo con frecuencia. Me son particularmente gratos sus textos filosóficos y espirituales. Escribió con la pasión de un converso y con la agudeza intelectual de un moderno. Sin el testimonio de su vida, sus pensamientos espirituales se convertirían en polvo que lleva el viento. La biografía de Yves Chiron, “Pascal. El sabio, el creyente” (Palabra, 2009) presenta a Pascal en su grandeza intelectual y muestra el itinerario del converso que busca, encuentra y sigue a Cristo, en las coordenadas culturales e históricas que le tocó vivir.
La mayor conmoción espiritual la vivió el 23 de noviembre de 1654. Pascal lo deja escrito así: “desde cerca de las diez y media de la noche hasta cerca de las doce y media/Fuego/Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob/no de filósofos ni de sabios. /Certeza, certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz/. Dios de Jesucristo/Deum meum et Deum vestrum/Tu Dios será mi Dios/Olvido del mundo y de todo excepto de Dios/A Él no se le encuentra sino por las vías enseñadas en el Evangelio/Grandeza del alma humana/Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido/Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría”.
Descubre y “toca” a Dios. No es sólo un acto intelectual, es la persona en su totalidad quien descubre y saborea las cosas de Dios. Le pasó a Pascal, le pasa al creyente de a pie puesto en movimiento tras las huellas de Cristo. Las luces e inspiraciones divinas llegan a gotitas, a Pascal le inundó un torrente de gracia aquella noche de noviembre en una mezcla de certeza, sentimiento, alegría, lágrimas. No es la demostración racional de la existencia de Dios lo que le cambia la vida, es la percepción de la presencia de Dios lo que lo convierte.
El peregrinaje intelectual y espiritual de Pascal es dramático. Su imitación de Cristo no se produce de la noche a mañana. Va a empujones. El hombre nuevo se va configurando esforzadamente en su vida, pero, en su interior, agazapado, el hombre viejo le sigue jalando hacia abajo, abriendo la puerta de su castillo interior para dar paso a la altanería, la soberbia, la falta de caridad. Chiron, a propósito de un concurso sobre las matemáticas que están detrás del juego de la ruleta en 1659 lo señala con precisión: “La actitud de Pascal durante este concurso de la ruleta muestra un aspecto poco simpático de su personalidad: orgulloso, imbuido de su persona y de su ciencia y sin indulgencia para los que están a un nivel inferior al suyo. Varios años antes, a raíz de la polémica con el P. Noël, mantuvo una actitud similar” (p. 146).
Pascal nos dejó sus “Pensamientos” con los que pensaba elaborar una “Apología” del cristianismo que no concluyó. “En su Apología -escribe Chiron-, Pascal deseaba demostrar, dice Gilberte Périer, que “el conocimiento especulativo de Dios” no colma el corazón. El Dios de los cristianos no es “simplemente el autor de verdades geométricas y del orden de los elementos”, es “un Dios de amor y de consuelo. Es un Dios que colma el alma y el corazón de los que le poseen. Es un Dios que les hace sentir interiormente su miseria y la infinita misericordia, que se une al fondo de su alma, que los llena de humildad, de fe, de confianza, de amor…”. Un Dios presente silencioso al que acudimos en busca de consuelo, compañía, serenidad, salud.
La enfermedad, el dolor estuvieron presentes en la vida de Pascal. Un sufrimiento que no nos es ajeno a nosotros, igualmente. Con un aire a plegaria del buen ladrón en la cruz del Calvario, Pascal escribe esta bella oración: “Entrad en mi corazón y en mi alma para sufrir allí mis dolencias y para continuar soportando en mí lo que os queda por sufrir de vuestra Pasión […], con el fin de que, al estar lleno de vos, no sea yo el que vive y sufre, sino que seáis vos el que viváis y sufráis en mí, ¡oh, mi Salvador! (p.167)”.
“El cristianismo es extraño, anota Pascal: ordena al hombre reconocer que es vil y abominable y le ordena que quiera ser semejante a Dios. Sin semejante contrapeso, esta elevación le haría horriblemente vano o este abatimiento le haría terriblemente abyecto (p. 159)”. Humildad y gloria se dan la mano en la visión cristiana del hombre. Hemos aprendido a reconocer -durante esta etapa de confinamiento y emergencia sanitaria- la fragilidad, vulnerabilidad y dependencia de la condición humana. La excelencia humana pasa por la humildad de un Dios que quiso hacerse carne en las entrañas de la Virgen María. La cueva de Belén -tan familiar en este tiempo de Navidad- nos acerca a un Dios con el que podemos conversar, jugar, llorar. Sin esta relación de filiación y paternidad divina, quedaríamos en una situación de orfandad que ningún consuelo humano sería capaz