Vivir muchos años más, pero sin una pensión adecuada -ni digna, ni justa-, vivir muchísimos años más entre el hospital, el asilo, tal vez en tu casa, en la de alguno de tus hijos, compartiendo entre varios viejos una morada o siendo acogido por extraños que te quieran más que los tuyos ¿Así son las únicas opciones que nos quedarán?
Hoy estuve con Pedro, Manuel, Elvira y Catalina, bellos ancianos de apenas 80 a 85 años acumulados en sus ojos brillosos y en sus tristezas.
Pedro tuvo seis hijos y de ellos veintitantos nietos que apenas conoció mientras algunos de sus hijos vivían con él en su casa y luego lo mandaron a un albergue para nunca más visitarlo “todos los domingos”, como en alguna ocasión dijeron.
Manuel estuvo casado 62 años y lloró la partida de “mi bello capulí”, así me contó. Tuvo dos hijas que lo acompañaron hasta que una falleció y la otra, triste por todo se fue muy lejos y solamente la ha visto desde aquella fecha un par de fiestas de navidad. “Me envía cada mes unos dólares que uso para mis gustitos, mi crema de afeitar, mis medias y mi gorrito que siempre se me pierde” me dijo añorando momentos pasados. Nunca quiso irse de su casa, de sus perros y sus plantas.
Elvira estuvo casada, se divorció y se quedó entre los hijos y su departamentito, alquilando los cuartos que dejaban sus hijos, ya que su viejo no le dejó pensión. La veían poco porque “cada uno tiene sus problemas y yo no les voy a dar otro más”.
Catalina se fue a un asilo cuando quedó viuda de su flaco y terco esposo; no le contó a nadie que vendió su casa, el auto y un terreno. Ese dinero lo puso en un depósito a plazo que le genera buenos resultados mientras le gotea su pensión y la que dejó el flaco. Sus tres hijos la veían alternando cada fin de semana para sacarla del asilo, llevarla de paseo y comprarle ropa y sus gustos de belleza. No querían que ella esté en ese lugar pero la Cata se resistía.
Un día de casualidades se conocieron estos cuatro monumentos de la historia, de los que nadie escribe y nadie cuenta. Fue en un parque mientras uno iba en su silla de ruedas, otro con su bastón y renegando, las viejas sentadas con sus enfermeras que chateaban y ellas, las viejas, rezaban o decían hacerlo mientras miraban a los demás para tener un chisme que contarse.
Se conocieron los cuatro, fueron hablando y contándose cosas hasta que planearon su fuga de la sociedad civil, del asilo, del albergue, de las enfermeras, de las visitas y de los olvidos.
Manuel se los llevó a su casa, a sus plantas, a su jardín y con sus perros. Los he visitado más que sus hijos y me he reído más que con los míos. Son lo máximo. Se levantan a diferentes horas pero eso sí, Elvira es la sargento para el desayuno, el almuerzo, el lonchecito y un mate como cena “porque si comen algo, roncan peor que el diablo y despiertan a los gatos”.
Se han organizado respetuosamente y como un reloj, donde cada uno cumple su rol y su función en apoyo del otro. Pedrito es el más débil en lo físico y en lo emocional, pero la Cata le sacude el alma.
Estos viejos son una tendencia lenta pero progresiva en países donde los ancianos están dejando de existir, porque no les llevan a votar, porque no son elegibles, porque cuestan mucho, porque valen menos para las estadísticas y además, ahora los impuestos no son para ellos.
Estos viejos son un ejemplo y una inspiración para sobrevivir por segunda vez y no quedar en el vacío de la longevidad.
¿Entendiste?