Cuando digo que nosotros, el pueblo, debemos estar informados, digo también que no debemos ser halagados. El halago es el reverso de la información.
Nada podría ser más bajo y más vil que ese lenguaje político que habla de “los pobres trabajadores”. Demostremos nuestra compasión por medio de acciones; mientras más, mejor, de acuerdo a la capacidad de cada cual, pero no a base de lamentaciones. No les ayuda en nada, sino que insulta su pobreza. Surge de una carencia total de caridad o de entendimiento.
Una necesidad no se alivia por otra necesidad. Sólo hay que recomendarles paciencia, trabajo, sobriedad, frugalidad y religión. Todo lo demás es engaño. Es horrible referirse a ellos como “los que alguna vez fueron trabajadores felices”.
No sabría decir si se ha aumentado la felicidad moral o filosófica de las clases trabajadoras. El centro de esa felicidad está en la mente y no contamos con información para analizar el estado de ánimo comparativo de dos períodos diferentes.
La felicidad filosófica consiste en desear poco. La felicidad cívica o vulgar consiste en desear mucho y en disfrutar mucho….
El trabajo es una mercancía como cualquiera otra, que sube o baja de acuerdo a la demanda. Esto está en la naturaleza misma de las cosas, pero esa naturaleza misma se ha hecho cargo de sus necesidades….
Si un hombre no alcanza a vivir y mantener su familia con el producto de su trabajo, ¿no debería la autoridad intervenir para alzarlo? Permítaseme explayarme sobre este punto para expresar mi opinión.
Partamos, como ya dije, de la premisa de que el trabajo es una mercancía, un artículo de comercio. Si estamos en lo cierto, el trabajo deberá estar sometido a las leyes y principios del comercio y no a otros que pueden ser ajenos a aquellas leyes y principios.
Cuando una mercancía es llevada al mercado, su precio lo fija la necesidad del comprador y no la del vendedor. La extrema necesidad del vendedor tiende más bien (por la naturaleza de las cosas que no podemos controlar) a resultados totalmente opuestos. Si esa mercancía abunda en el mercado, bajará su precio. Si escasea, su precio subirá. Desde este punto de vista, la subsistencia del hombre que ofrece su trabajo no es el problema. El problema es, ¿Cuál es el valor de su trabajo para el comprador?
Pero si interviene la autoridad y obliga al comprador a pagar un precio, ¿a qué equivaldría? Citemos como ejemplo al agricultor que contrata diez o doce trabajadores, y tres o cuatro artesanos, ¿no equivaldría a dividir arbitrariamente su propiedad entre todos? El total de sus ganancias (y lo digo con convicción) no alcanzaría al valor de lo que paga a sus trabajadores y artesanos.
Un pequeño aumento en lo que un hombre paga a muchos puede significar para éste la pérdida de todo lo que posee, llevándolo a la repartición de sus haberes.
Se habrá producido la perfecta igualdad: es decir, igual necesidad, pobreza y mendicidad, por parte de los trabajadores, y por parte del agricultor despojado, una triste, indefensa y desesperanzada desmoralización.
He allí el resultado de tratar de igualar por la fuerza. Rebaja el nivel de lo que está arriba, pero no logra elevar a lo que está abajo, y deprime lo alto y lo bajo al nivel que original- mente tenía lo más bajo.
Si la autoridad fija el precio de una mercancía más allá de lo que conviene al comprador, esa mercancía no se venderá. Si se trata de corregir el error obligándolo a comprar (como en el caso del trabajo, por ejemplo), podrían suceder dos cosas: o se arruina al comprador obligado, o sube el precio del producto de ese trabajo en la misma proporción.
Pero gira la rueda y el mal que se intentó corregir recae con mayor violencia sobre aquel que se trató de proteger. El precio del maíz, que representa la suma de todas las operaciones del trabajo agrícola combinadas, subirá, recayendo sobre ese mismo trabajador en su calidad de consumidor.
En el mejor de los casos, nada cambiará. Pero si el precio del maíz no compensara el precio del trabajo, habría que temer lo peor: la destrucción de la agricultura…
No podría caerse en un error más profundo y más ruinoso que el de manejar los rubros de la agricultura y ganadería de acuerdo a principios que no fueran los del comercio.
Vale decir, hay que permitir al productor buscar todas las ganancias posibles que no impliquen fraude o violencia, aprovechar como mejor pueda la escasez o abundancia, ofrecer o retener sus productos según más le convenga y no rendir cuentas a nadie de sus haberes y ganancias.
En otras condiciones pasaría a ser esclavo del consumidor, lo que no beneficiaría en nada a este último. Nunca esclavo alguno benefició más a su dueño que el hombre libre que trata con él en pie de igualdad, de acuerdo a la convención basada en las normas y principios de intereses opuestos y ventajas acordadas.
Si el consumidor dominara, acabaría siendo víctima de su propia tiranía e injusticia.
Imploro al gobierno que piense seriamente que los años de abundancia o escasez no se presentan alternados o con intervalos cortos, sino en ciclos largos e irregulares. En consecuencia, si tomamos una medida errada, de acuerdo a las necesidades temporales de un momento dado, podríamos verla prolongarse en circunstancias diferentes.