En 1832, la gran pandemia de cólera arrasó París. En tan solo unos meses, la enfermedad mató a 20.000 de los 650.000 habitantes de la capital. La mayoría de los fallecimientos se produjeron en el centro de la ciudad, donde muchos trabajadores pobres vivían en condiciones miserables tras llegar a París atraídos por la Revolución Industrial.
La propagación del cólera agravó las tensiones entre clases sociales, ya que los ricos achacaron a los pobres la difusión de la enfermedad y los pobres pensaron que estaban siendo envenenados. La hostilidad y la rabia se dirigieron pronto contra el impopular rey.
El funeral del general Lamarque —víctima de la pandemia y defensor de las clases populares— se convirtió en una gran manifestación contra el Gobierno en las calles bloqueadas con barricadas: escenas que Víctor Hugo inmortalizó en su novela Los miserables.
Algunos historiadores han afirmado que la interacción de la epidemia con las tensiones acumuladas fue la principal causa de lo que se conoce como la Insurrección de París de 1832, que a su vez puede explicar la posterior represión gubernamental y las revueltas que se produjeron en la capital francesa en el siglo XIX.
Desde la Plaga de Justiniano y la Peste Negra hasta la Gripe Española de 1918, la historia está repleta de ejemplos de brotes de enfermedades que proyectan una larga sombra de repercusiones sociales, que determina el contexto político, subvierte el orden social y, a la larga, desencadena tensión social. ¿A qué se debe esto?
Un posible motivo es que las epidemias pueden revelar o agravar grietas ya existentes en la sociedad, como la insuficiencia de las redes de seguridad social, la falta de confianza en las instituciones o la percepción de indiferencia, incompetencia o corrupción de los gobiernos. Históricamente, los brotes de enfermedades contagiosas también han dado lugar a reacciones violentas contra grupos étnicos o religiosos, o han hecho recrudecer las tensiones entre clases sociales.
A pesar de los numerosos ejemplos, los datos cuantitativos que acreditan el vínculo entre las epidemias y la tensión social son escasos y se circunscriben a episodios específicos. Una investigación reciente del personal técnico del FMI subsana esta carencia ofreciendo datos mundiales que corroboran esta relación en las últimas décadas.
Una de las mayores dificultades a las que se enfrenta la investigación sobre el malestar social es determinar cuándo se han producido episodios de tensión. Aunque existen fuentes de información sobre tensión social, muchas se publican con escasa frecuencia o tienen una cobertura irregular.
A fin de subsanar estas deficiencias, un reciente estudio del personal técnico del FMI recurre a un índice basado en la cobertura mediática de la tensión social para crear un Índice de Tensión Social Reportada (RSUI, por sus siglas en inglés). El RSUI proporciona un indicador mensual uniforme de la tensión social en 130 países desde 1985 hasta la actualidad. Los picos de la línea del índice se ajustan muy bien a las descripciones narrativas de la tensión en diversos estudios de casos, lo que hace pensar que el índice capta sucesos reales y no la tendencia de la atención o el interés de los medios de comunicación.
A partir de este índice, el estudio del personal técnico del FMI constata que, en promedio, los países con epidemias más graves y frecuentes también experimentan mayores tensiones.
Durante una pandemia o inmediatamente después, es posible que los daños a largo plazo en el tejido social, en forma de malestar social, no salten a la vista. De hecho, las crisis humanitarias tienden a impedir la comunicación y los desplazamientos que son necesarios para organizar protestas de gran envergadura. Además, es posible que la opinión pública se decante por la cohesión y la solidaridad cuando los tiempos son difíciles.
En algunos casos, los regímenes en el poder también pueden aprovechar una emergencia para consolidar su poder y reprimir la disidencia. Hasta la fecha, la experiencia de la COVID-19 se ajusta a este patrón histórico. De hecho, el número de episodios significativos de tensión social ha caído en todo el mundo hasta su nivel más bajo en casi cinco años. Entre las excepciones más notables se incluyen los Estados Unidos y el Líbano, pero incluso en estos casos, las mayores protestas están relacionadas con problemas que la COVID-19 puede haber agravado, pero no causado directamente.
Pero, si se mira más allá del período inmediatamente posterior a la pandemia, el riesgo de tensión social se dispara a más largo plazo. Utilizando información sobre los tipos de tensión social, el estudio se centra en la forma en que ese malestar suele manifestarse después de una epidemia. Este análisis muestra que, con el transcurso del tiempo, aumenta el riesgo de disturbios y manifestaciones antigubernamentales. La estudio asimismo constata un mayor riesgo de una crisis gubernamental importante, es decir, un suceso que pueda llegar a derrocar al gobierno y que suele producirse en los dos años posteriores a una pandemia grave.
Si la historia sirve de pronóstico, es posible que la tensión social resurja una vez que la pandemia se disipe. La amenaza puede ser mayor en los casos en que la crisis ponga de manifiesto o agrave problemas latentes, como la falta de confianza en las instituciones, una gestión de gobierno deficiente, pobreza o desigualdad.
Este artículo se publicó originalmente en IMF Research Perspectives
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Los autores:
Philip Barrett es economista en el Departamento de Estudios del Fondo Monetario Internacional (FMI). Desde que se incorporó al FMI en 2016, ha trabajado en el Departamento de Finanzas Públicas y en el Departamento de Oriente Medio y Asia Central, donde centró su atención en Afganistán e Irán. Sus campos de investigación incluyen política fiscal, tensión social y cambio climático. Tiene un doctorado de la Universidad de Chicago.
Sophia Chen es economista en el Departamento de Estudios del Fondo Monetario Internacional (FMI). Anteriormente, fue economista en el Departamento de Europa, y participó en programa del FMI en Chipre. En el campo de la investigación, sus intereses abarcan las vinculaciones macrofinancieras, el sector bancario, las finanzas empresariales y la política fiscal. Tiene un doctorado en Economía de la Universidad de Míchigan.
Nan Li es economista principal en el Departamento de África del Fondo Monetario Internacional (FMI) y directora editorial asociada de IMF Economic Review. Sus investigaciones se concentran finanzas internacionales, comercio y crecimiento económico. Previamente trabajó en el Departamento de Estudios y el Instituto de Capacitación del FMI, y fue profesora asistente en la Universidad Estatal de Ohio. Tiene un doctorado en Economía de la Universidad de Stanford y sus artículos han aparecido en varias publicaciones académicas.