En un sentido, Burke es un continuador de Maquiavelo. En ambos hay un proyecto semejante: la desacralización de la política. El esfuerzo de Maquiavelo por cuestionar la subordinación de los recursos del poder a reglas extra-políticas, que le eran impuestas desde las regiones supra-históricas de la teología, de la moral y de la metafísica, representa una importante inversión del pensamiento político, la introducción del enfoque realista.
La teoría que hay detrás de esa perspectiva es la del Estado como ámbito del poder y no como momento ético de la sociedad, lugar donde se realizaría la unidad de las diferencias.
Burke es un realista, en primer lugar, por su rechazo de la razón como arma de análisis político. Con ello estaba negando el enfoque típico del liberalismo dieciochesco: la definición de los derechos naturales a partir de una reflexión sobre la esencia humana.
En un primer nivel, esta critica de la razón cuestiona la utilización, aplicada a la política, del método abstracto, categorial y deductivo (basado en principios primeros). Burke opone a ese enfoque racional-prescriptivo la idea de una “ciencia experimental”. Vista de cerca, se trata de la definición de la política como conocimiento derivado de la práctica, como artesanía cuyo cultivo requiere de la experiencia, el oficio, el instinto o la intuición, además de algunas virtudes específicas pero comunes. En esa oposición ciencia racional-prescriptiva y ciencia experimental está basada la desconfianza que Burke expresa hacia los filósofos políticos, a los que denomina esos “sofistas que se guían por especulaciones”, que habitan el mundo abstracto de las ideas genéricas.
A esa razón filosófica individual Burke opone la “razón de la naturaleza” que sería “sabiduría sin reflexión y por encima de ella”. Al contrario que para Locke o Rousseau, lo natural no sería en este discurso un estado originario, que se pierde en la noche de los tiempos, cuyas características y atributos ausentes, más aún inencontrables, deben reconstituirse a través de la razón que tiene la capacidad de rescatarlos; potencia iluminadora de la razón que para actualizarse debe negarse a aceptar lo que ha sido y es como la norma o el paradigma respecto a lo que debe ser.
Al contrario, para Burke lo racional es lo que se ha comprobado constante e inalterable. El entendimiento aplicado al gobierno de los hombres debe reducirse a la función de constatar o reflejar lo que aparece, dejando de lado la función de penetrar tras las apariencias positivas, forzando su sentido mediante la aplicación de principios no visibles, que son construcciones racionales.
Además, Burke define la sociedad y la historia según el modelo de la naturaleza. Observándola cree descubrir en ella una cierta legalidad del movimiento y del cambio. El máximo atributo de la naturaleza sería su “constancia inalterable”, la gradualidad de sus cambios, el ritmo fijo de sus ciclos.
Al plantear a la naturaleza como el modelo de la historia y suponer que ésta se rige para sus cambios con la gradualidad, Burke está afirmando que es en el terreno de las constancias inalteradas por el paso del tiempo, es decir en la tradición, donde hay que buscar la racionalidad del orden social. Esta reivindicación de la historia en un siglo eminentemente esencialista está imbricado con el rechazo de la revolución como medio de acción política.
Burke hace de la tradición el principio único de legitimidad del orden público. En contra de aquella reivindicación de la libertad basada en ideas abstractas sobre el hombre, él afirma principios absolutamente opuestos: el carácter convencional (no natural) de todo derecho y la sola legitimación de estos como derechos históricos, como “herencia del pueblo inglés”.
Según este punto de vista, para defender la libertad no es posible esgrimir ninguna norma esencial inmutable; solo podría esgrimirse esa “razón colectiva” (orgánica) que sería lo histórico, la experiencia vivida por un pueblo y encarnada en hábitos, costumbres e instituciones políticas consuetudinarias.
Las Revoluciones serían una prevención de la razón política, actos intencionales de destrucción de los ritmos naturales del movimiento social, para cuya justificación se utilizan grandes principios irrealizables. Él opone a esos cataclismos de la inteligencia extraviada su noción del cambio conservador, que seguiría el diseño de la naturaleza. El objetivo de este tipo de cambio sería preservar de un modo viable el orden necesario de desigualdades, adaptando para ello progresivamente las instituciones a las condiciones sociales cambiantes.
La regla de oro consiste en saber mantener inalterados aquellos elementos que conforman la estructura del edificio y renovar simultáneamente las partes arcaicas, cuya persistencia haría peligrar el conjunto.
Esa noción de cambio conservador se relaciona con otro aspecto del realismo de Burke, su pragmatismo. Es evidente que este segundo aspecto es únicamente otro perfil del primero. La oposición de lo concreto a lo abstracto que caracteriza el método político de Burke implica oponerse a simplificar la complejidad de lo real-histórico que sería la consecuencia de aplicar un método categorial-deductivo.
Este primer aspecto se prolonga en una definición del hombre político o del estadista como aquel que es capaz de ir empujando el progreso natural e introduciendo vestigios de libertad que no rompan la armadura del orden. La ejecución de este delicado programa de conservatismo pragmático requiere que el estadista esté empapado de las virtudes del realismo: la moderación, la prudencia, el sentido histórico que es valoración de lo tradicional, la desconfianza frente a la abstracción y el amor por lo concreto.