Cuando era niño, me asustaba mucho pasar por el patio de la casa hacia mi cuarto. Un día dos gatos no se dieron cuenta y saltaron intempestivamente sobre mi cabeza. Ellos y yo –por supuesto- aprendimos que era mejor estar alertas, sobretodo en la noche.
Creo que algo parecido nos pasa en el Perú: caminamos sin ver bien, nos confiamos en el rumbo, votamos por mensajes y no evaluamos si existe un mínimo de verdad en el discurso hasta que de pronto, nos asalta la realidad en todo el sentido de la palabra.
Me encantaría afirmar que es verdad cada promesa que escucho o leo en los medios de comunicación cuando los candidatos a la presidencia y sus voceros dan anuncios como salidos de una fábrica de ideas sin materia prima.
Me ilusionaría acertar en mi voto por alguien que sea honesto –un poquito por lo menos- y que sin disimular, diga la verdad y no lo que creen que debo escuchar.
Veo que cada semana, a tres años de las elecciones, crecen los aspirantes a dirigir el país y es llamativo e interesante que tantos peruanos sientan como suyo el reto de hacer posible lo mejor para todos. Pensemos un momento que es así. Lo que no debemos permitir es más engaños, más de lo mismo, sin presente ni futuro.
Debemos trabajar haciendo popular aquello que sea bueno para el Perú y los peruanos, como recomponer el mercado laboral y facilitar el ahorro para pensiones seguras, de cada uno y no en manos del Estado que al final, va a los bolsillos de algunos exploradores del famoso dorado que nadie encuentra aún, pero del cual se viven algunos.
Estamos llegando a la angustiante desesperación de un gobierno menos que mediocre en su gestión y más que soberbio en su conducta impropia y en su verbo ofensivo. Las pocas excepciones son eso, mínimas y honorables, pero incomprensibles en su permanencia.
Tenemos un gran reto y compromiso, no permitir nunca más que alguien se apropie de nuestra voluntad confundiendo sus opiniones con nuestra posición.
No nos volvamos a equivocar por seguir el libreto o el discurso de referentes que ya no lo son.