Tratar de entender nuestro tiempo es un asunto de gran envergadura. Las perspectivas son múltiples. La propuesta de Alexandre Havard (7 profetas. Un análisis de la crisis mundial. EUNSA, 2023) es sencilla y toma posición. Su ensayo no pretende ser exhaustivo.. Algunos de sus énfasis pueden ser desproporcionados, pero no restan claridad a su discurso. Es un ensayo que invita a pensar. Cada lector puede elaborar sus propias reflexiones.
Descartes (1596-1650), Rousseau (1778-1778) y Nietzsche (1844-1900) son los notarios y diseñadores de las líneas de fuerza configuradoras de la modernidad, cuya mochila lastra, en gran medida, sus logros. De otro lado están los pensadores críticos de los rumbos que ésta ha tomado. Son faros iluminadores de los espacios dejados en penumbra e invitan a recuperar las estancias humanas y divinas preteridas por la modernidad. Están Pascal (1623-1662), Kierkegaard (1813-1855), Dostoyevski (1821-1881) y Soloviev (1853-1900). Siete profetas, todos ellos, viejos conocidos.
La claridad analítica de Descartes es paradigmática. La racionalidad con la que piensa la realidad deshace el ripio que suele encontrarse en la complejidad humana. El problema es que lo humano no queda agotado por el cogito. Hace falta, también, tener en cuenta el espíritu de fineza al que se refirió Pascal, pues el solo espíritu de geometría no sabe dar razón de las razones del corazón. Éste no es una caja negra, ni es un nido de víboras al que haya que recluir en el sótano de la vida. Buscar la integridad de la persona, en donde cabeza y corazón se entrelacen es un cometido para el que Pascal en sus Pensamientos ofrece agudas observaciones -amables y exigentes, a la vez- para la vida buena.
Al racionalismo seco de la modernidad, Rousseau agrega la dimensión afectiva de la condición humana, no sin antes criticar el racionalismo ilustrado. Lo suyo, es más bien, exaltar los sentimientos, con una alta cuota de “buenismo”, presentando una versión angelical del ser humano: el hombre es bueno por naturaleza, la sociedad lo corrompe. Nada de pecado original, ni de tendencias maliciosas, sólo un caudal límpido de emociones, sentimientos y pasiones; perfectamente compatible con el funcionalismo racional de la sociedad que Alasdair MacIntyre ha descrito con mucho tino. Este emotivismo libertario, al que conduce el sentimentalismo de Rousseau, cada cierto tiempo libera al individuo -oprimido por las cadenas jurídicas del Leviatán estatal hobbesiano- de las normas y vínculos jurídicos asumidos como ciudadano, para volver a ser el buen salvaje individualista (divorcio express, aborto pro choice…).
En contrapunto con el sentimentalismo roussoniano está la existencia auténtica de Kierkegaard. Él es consciente del reduccionismo racionalista de su tiempo (Hegel) y, también, del reduccionismo sentimental o estético que dan una imagen limitada de la existencia humana. La autenticidad del ser humano es mucho más. Tiene la profundidad del estado ético, en donde el bien y el mal, los deberes, el sentido de la responsabilidad son categorías determinantes de la existencia. Asimismo, tiene la altura del estado religioso, por el que el caballero de la fe -sin seguridad intelectual suficiente- es capaz de esperar contra toda esperanza. Vivir según Kierkegaard, dice Havard, es evitar disolverse en el anonimato, rechazar toda forma de totalitarismo y tomar decisiones conscientes, libres y resueltas.
Nietzsche es la rebeldía pura frente a todo lo que quiera superar al hombre. Prometeo y Dionisio se quedan cortos frente a las pretensiones del superhombre. Barre de un plumazo a Dios, el cristianismo y cualquier valor inspirado en ellos. Su voluntarismo es avasallador. Su vida tiene mucho de tragedia y su pensamiento llega al nihilismo. “Aunque Nietzsche menciona repetidas veces Crimen y castigo de Dostoyevski -anota Havard-, Raskólnikov y el superhombre son naturalezas muy diferentes, se encuentran casi en las antípodas uno del otro (…). El superhombre de Nietzsche no es el Raskólnikov, sino el Pyotr Verjovenski de Los demonios (1872), quien predica el hombre-dios. Éste no tiene dudas ni remordimientos. Tiene el poder de hacer cualquier cosa, incluso lo inimaginable. El Zaratustra, en el que Nietzsche elabora la figura del superhombre, tiene los rasgos con los que Dostoyevski caracteriza al hombre-dios (cf. p. 154). Frente a los arrebatos de grandeza vertiginosa y nihilismo disolvente de Nietzsche, está la pasión por el ser humano, en su fragilidad y dignidad, quien no deja de ser imagen y semejanza de Dios, tal como lo encontramos en las densas páginas de Dostoyevski.
Termina Havard su ensayo con Soloviev. Conocía su Breve relato del Anticristo y poco más. Un pensador fascinante en el que obra y vida se funden. Un buscador continuo de la unidad, de las verdades encarnadas, de aquellas que muerden carne. De hondo misticismo y pensamiento original para quien “la esencia del cristianismo es la transformación del mundo y de la humanidad en el espíritu de Cristo. Esta transformación es un proceso lento y complejo. El Reino de Dios es un árbol que crece, un fruto que madura, una masa que se hincha” (p. 185). “Vivir según Soloviev es practicar la unidad de vida, divinizar todos los aspectos de la existencia humana, santificar el mundo imbuyéndolo del espíritu cristiano, construir el Reino de Dios en el corazón mismo de la sociedad” (p. 188).
El ensayo de Havard es como colocarse en uno de los miradores de la Costa Verde de Miraflores: no sé ve todo el Océano Pacífico, pero se ve bastante, sabiendo que allí donde termina el horizonte de nuestra vista, comienza un mar mucho más inmenso abierto a la exploración y la reflexión.