Cuántas veces he oído emocionado esta sevillana cuando se la cantaban a San Juan Pablo II. Ahora vuelvo a recordarla -conmovido y dolido- en este día del fallecimiento de Víctor Morales, con quien me ha unido muchos años de amistad y trabajo en diferentes frentes hasta este su final.
Lo conozco desde 1976 cuando Víctor viajaba los fines de semana a Chiclayo a visitarnos a un grupo de estudiantes que habíamos formado un club llamado Kunan (“ahora” en quechua), eran los inicios de la labor del Opus Dei en esta ciudad.
Llegaba en un sencillo Wolkswagen (escarabajo), horas de horas de conversación con unos y otros hasta pasada la medianoche. De allí, él me invitaba un café con su sándwich en el bar Roma. Me llamaba la atención que todo un doctor en medicina nos tomara en serio. Tengo que agradecer este encuentro y otros más de aquella época que marcaron, también, mi vocación de universitario.
Terminé la carrera de Derecho en la PUCP y Víctor me contrató para trabajar en la UDEP en 1982 como secretario del Consejo Superior y jefe de Asesoría Legal. Lo acompañé allí hasta que terminó su mandato de Rector. Fue un hombre tremendamente organizado, ordenado.
La impaciencia de mis pocos años la moderé y me animó a estudiar los asuntos, preparar los expedientes de gobierno, buscar cuidadosamente las referencias, revisar las experiencias. Sin ser abogado, tenía mentalidad de administrativista: no daba puntada sin hilo. Supo campear muy bien la ley universitaria estatista del Gobierno Revolucionario, manteniendo todos los espacios libres entre los resquicios de aquella legislación que no comprendía el espíritu libre que anida en las universidades y, muchos menos, la libertad creativa de la iniciativa privada.
Como todo buen universitario tuvo dos grandes pasiones intelectuales: el estudio de las ciencias de la vida y comprender el ser y hacer de la universidad. No cesó de profundizar en ambas materias.
En el Club Sama de Lima, en donde atendíamos una floreciente labor con universitarios, continuaba con sus indagaciones y formalizaba sus hallazgos. Su formación científica y humanista le llevó a estudiar la ciencia interdisciplinariamente. Seguía los hallazgos científicos en revistas que no dejó de leer. Filosofía, ciencia experimental y fe se daban cita en sus exposiciones. De la universidad tenía una visión clásica, como cuna y florecimiento de las artes liberales. Le pareció, por eso, que una universidad con fines de lucro no respondía plenamente a una cabal idea de universidad.
Víctor fue una persona sumamente agradecida, de sobriedad espartana; no pedía, estaba. Los últimos años, sus múltiples dolencias lo volvieron frágil y dependiente. Lo sobrellevó con elegancia.
Cuánto agradezco a quienes lo han atendido en su casa, en el Sama, en las emergencias médicas u hospitalizaciones. Pienso, también, en el cuidado silencioso, callado, lleno de cariño fraterno que le han brindado quienes han estado a su lado en todo este tiempo.
Como en nuestra época del bar Roma de Chiclayo, en el Sama hemos continuado en estos últimos años con nuestras interminables charlas de café. En esta etapa, salió a relucir el talante maduro de su personalidad: alegre, amable, sosegado, acogedor, siempre discreto. Hombre de profunda fe, pienso que hemos ganado un intercesor comedido en el Cielo: descansa en paz, querido Víctor.
Nota de Redacción: añadimos a este sencillo y lúcido homenaje de Francisco Bobadilla, las palabras de Antonio Abruña, rector de la UDEP:
“Poco a poco nos van dejando quienes comenzaron y nos apena, porque nos gustaría tenerlos a todos para recibir sus consejos y disfrutar de su compañía. Sin embargo, sabemos que siempre nos seguirán ayudando”