Así las cosas, el país parece inmerso en un soporífero sueño mortecino que nos consume. Mientras debatimos desde enfoques perimidos lo que en otras latitudes se ha resuelto hace décadas, los argentinos “tenemos todo el pasado por delante”, como supo sentenciar alguna vez Borges en referencia a uno de los movimientos políticos que más años gobernó nuestro país.
Sin embargo, en los últimos meses, ciertas señales parecen dar cuenta de un cambio al menos incipiente, en la conformación de dichas imágenes que mencionaba al principio. Hace pocos días atrás, el periodista y politólogo Jonatan Viale se animó a enfrentar uno de esos tótems quiméricos que pertenecen al sentido común nacional: el de la clase media. En su columna del 5 de abril con la que abrió su programa, Viale ilustró como esta clase se encuentra en términos reales prácticamente destruida. Con datos, ilustraciones y gráficos, posicionó a la Argentina, por su pobreza, entre países como Nigeria, Afganistán, Liberia, Bolivia y Uganda. Incluso si quisiéramos sumar datos preocupantes por fuera de lo explicitado por Viale, podríamos decir que, de seguir por esta senda, el PBI argentino estaría convergiendo con el de Botswana en breve y siendo superado por éste, en no mucho más.
Lippmann dejó en claro que esa simplificación de la realidad con la que los ciudadanos de a pie observan el mundo, muchas veces (las más de las veces), viene dada por los medios de comunicación. En tal sentido, el aporte de Viale viene a sumarse también a la inmensa cantidad de notas periodísticas que, en los últimos meses, y por primera vez en décadas, transparentan el presente que viven los argentinos que deciden emigrar versus aquellos que seguimos residiendo en el país. Decenas de entrevistas cada semana dan cuenta así de profesionales y no profesionales que nacieron bajo la bandera celeste y blanca y que, residiendo en diversas latitudes del mundo, pronto adquieren niveles de vida que son para la gran mayoría de la población argentina, prácticamente inalcanzables.
El fenómeno en sí, a decir verdad, no es nuevo. Las redes sociales han permitido el contacto inmediato con otras geografías y ya no parece posible que nuestra australidad extrema esconda la realidad de un mundo que ha crecido en capital y condiciones de vida, mientras nosotros seguimos en franca decadencia; realidad que ya no es necesario salir a buscar en esa Europa que alguna vez fue nuestro espejo, sino incluso en vecinos regionales. No olvidemos que, al momento, y aun cuando sus desafíos por delante son enormes, países como Chile y Uruguay cuentan con tasas de pobreza significativamente inferiores a la nuestra y con una tendencia de las últimas décadas a la baja, mientras aquí sucede exactamente lo contrario.
El ataque directo y veraz, por tanto, que está sufriendo el que llamo “mito de la clase media”, podría provocar en breve una enorme crisis de legitimación para el sistema político. Y afirmo esto porque si hay algo que justamente nos une, más allá de las grietas perennes, es la creencia de que todos somos en última instancia clase media. Tanto aquellos pocos que vacacionan una o dos veces al año en Punta del Este o Miami, como aquellos que lo hacen cada cinco años en algún lugar recóndito de la Costa Atlántica, al momento de ser interpelados sobre su condición socioeconómica, contestarán sin dudar: “de clase media”. No importa que las estadísticas, los censos, las comparaciones científicas y las mentadas argumentaciones traten de hacer ver a unos y otros que, bis a bis, su pertenencia social es otra. Ser de clase media en Argentina es para la gran mayoría una obviedad; una imagen mental en los términos de Lippmann, casi infranqueable.
Las etapas del duelo, suelen coincidir los expertos, son cinco: negación, ira, depresión, negociación y aceptación. Es difícil saber cómo se dará esta dinámica en una sociedad que quizá comience a percibir que vivió hasta hoy una peligrosa mentira que la arrastra hacia un desaguisado futuro, probablemente enmarcado en violencia social creciente, altas tasas de criminalidad y una sangría continua de cerebros que habrán de ir a buscar allí fuera, dónde las imágenes mentales son más cercanas a lo real, esa prosperidad que nuestra latitud les niega.
Sin embargo, quizá todavía estemos a tiempo de adquirir verdadera conciencia, lograr la aceptación necesaria para tomar medidas certeras, y cambiar el triste derrotero en el que todo un establishment dirigencial, sin distinción de banderías, nos ha subsumido.