Aún no era Papa cuando en 1997 el Cardenal Joseph Ratzinger publicaba unos relatos autobiográficos, desde su nacimiento en su Baviera querida, hasta el año 1977 cuando fue escogido como Arzobispo de Múnich. (1)
De ese período acompañemos con su propio relato el tiempo de su servicio militar, después de estudiar en el Instituto de Traustein en régimen de seminario menor y antes de entrar al seminario de Frisinga.
En 1943 en Alemania “había una creciente carencia de personal militar”, por lo que el régimen ideó “una solución”.
“Dado que los estudiantes de los internados debían vivir juntos en comunidad, lejos de casa, no había ningún obstáculo para trasladar de lugar sus colegios, colocándolos próximos a las baterías antiaéreas. Por otro lado, como evidentemente no podían estudiar todo el día, parecía del todo normal que utilizasen su tiempo libre en servicios de defensa de los ataques aéreos enemigos”.
Aunque el joven Joseph “no estaba en internado desde hacía mucho tiempo”, “desde el punto de vista jurídico sí formaba parte todavía del seminario de Traunstein. Así, el pequeño grupo de seminaristas de mi clase – de los nacidos entre 1926 y 1927 – fue llamado a los servicios antiaéreos de Munich”.
“Habitábamos en barracones como los soldados regulares, que eran obviamente una minoría, usábamos los mismo uniformes, y en lo esencial, debíamos llevar a cabo los mismos servicios, con la sola diferencia que a nosotros se nos permitía asistir a un número reducido de clases, impartidas por los profesores del renombrado instituto Maximiliano de Múnich”.
¿Le dejaron cosas buenas esos días?
“Fue una experiencia interesante desde muchos puntos de vista”. Primero, por la convivencia con los estudiantes de ese reputado instituto Maximiliano.
Él fue destinado a Ludwigsfeld, al norte de Múnich, “donde estábamos encargados de proteger una sucursal de la BMW, en donde se fabricaban motores de avión”. Luego fue a Unterföhrin, Insbruck y finalmente a Gilching, “al norte del Ammersee, con una doble misión: debíamos defender las instalaciones de la Dornier, de donde despegaban los primeros aviones a reacción y, de modo muy genérico, debíamos impedir las operaciones de aviones aliados que se concentraban en esta zona antes de atacar Múnich”.
De hecho, Ratzinger confiesa que él era una persona “poco inclinada a la vida militar”, y que eso lo puso en situaciones embarazosas. “Pero de Gilching conservo un bellísimo recuerdo. Estuve destinado en el servicio telefónico y el suboficial del que dependíamos defendió con firmeza la autonomía del grupo. Estábamos dispensados de todos los ejercicios militares y nadie osaba inmiscuirse en nuestro pequeño mundo. La autonomía alcanzó su máximo punto cuando me fue designado un alojamiento cercano a la batería vecina, y, por razones inexplicables, tuve a mi disposición todo un local para mí solo, una verdadera, aunque primaria, habitación particular”.
Por esto, “fuera de mis horas de servicio podía hacer lo que quisiera y dedicarme, sin grandes obstáculos, a mis intereses. Además, sorprendentemente, había un gran grupo de católicos comprometidos que consiguieron organizar hasta lecciones de religión y que pudiéramos frecuentar ocasionalmente la iglesia. Ese verano, paradójicamente, ha quedado grabado en mi recuerdo como un período esplendido”.
La guerra avanzaba, y con ella los bombardeos sobre Múnich, cuya “atmósfera se llenaba cada vez más de humo y olor a quemado”.
“En esa situación, la mayor parte de nosotros veía como una esperanza la invasión de Francia por parte de los aliados, que había comenzado finalmente en julio” de 1944. “Había en el fondo una gran confianza en las potencias occidentales y la esperanza de que su sentido de la justicia ayudaría también a Alemania a una nueva existencia pacífica. Pero, ¿quién de nosotros viviría todo esto? Nadie podía estar seguro de salir vivo de aquel infierno”.
“El 10 de septiembre de 1944, en el período de edad del servicio militar, nos licenciaron del servicio antiaéreo en el que habíamos prestado servicio desde que éramos estudiantes. Cuando volví a casa sobre la mesa estaba ya la llamada para el servicio laboral del Reich”: ese ‘servicio laboral’ era algo como un apoyo logístico de los que estaban directamente en operaciones de guerra.
“El 20 de septiembre, un viaje interminable me llevó a Burgenland, donde – con muchos amigos del instituto de Traunstein – me asignaron a un campamento situado en el ángulo del territorio en el que Austria limita con Hungría y Checoslovaquia. Aquellas semanas de servicio laboral han permanecido en mi memoria como un recuerdo opresivo”.
Cuenta el Cardenal Ratzinger que los superiores ahí eran nazis austriacos de los primeros tiempos, fanatizados. Una noche “nos sacaron de la cama y nos hicieron formar filas, medio dormidos, vestidos de chandal. Un oficial de las SS nos llamó uno a uno fuera de la fila y trató de inducirnos a enrolarnos como ‘voluntarios’ en el cuerpo de las SS, aprovechándose de nuestro cansancio y comprometiéndonos delante del grupo reunido. Un gran número de camaradas de carácter bondadoso fueron enrolados de este modo en este cuerpo criminal. Junto con algunos otros, yo tuve la fortuna de decir que tenía la intención de ser sacerdote católico. Fuimos cubiertos de escarnio e insultos, pero aquellas humillaciones nos supieron a gloria, porque sabíamos que nos librábamos de la amenaza de este enrolamiento falsamente ‘voluntario’ y de todas su consecuencias”.
Pero el frente este se desplomaba, y a medida que los rusos invadían Hungría, él y sus compañeros fueron destinados a “levantar la denominada muralla sudeste: barreras anticarros y trincheras, que debíamos colocar en medio de los fértiles terrenos arcillosos del Burgenland”.
Era normal que cuando el frente de batalla se acercaba a “aquellos que prestaban ‘servicio laboral’”, “fuesen enrolados en el ejército. Con ello contábamos nosotros. Pero, para nuestra agradable sorpresa, sucedió algo muy distinto. Los trabajos de la muralla sudeste fueron suspendidos y nosotros, sin ningún destino inmediato, nos quedamos en nuestro campamento, en donde los gritos de las órdenes había desparecido y reinaba un extraño y sombrío silencio. El 20 de noviembre recibimos nuestras maletas con nuestras ropas civiles y fuimos transportados a un tren que nos llevó a casas, en un viaje continuamente interrumpido por las alarmas aéreas.”
Tras ver las destrucciones en Viena, Salzburgo, el joven Ratzinger saltó del tren en Traunstein. Después de tres semanas de descanso en su casa fue asignado al cuartel de infantería de Traunstein, donde el clima que encontró “era agradablemente distinto de que había en el servicio laboral”, con mucha distancia hacia el nazismo.
“A mediados de enero [de 1945], concluido el curso de adiestramientos, fuimos constantemente trasladados a diversas localidades de los alrededores de Traunstein, si bien, desde comienzos de febrero, en muchas ocasiones fui rebajado de servicio por enfermedad. Sorprendentemente no fuimos llamados al frente, cada vez más cercano. (…) La muerte de Hitler reforzó la esperanza que el fin estuviese próximo. Pero la lentitud con la que los americanos procedían en su avance hacía que el día de la liberación se retrasara”.
Ratzinger desertor
El futuro Papa un día decidió abandonar su servicio. “A fines de abril o primeros de mayo – no recuerdo con toda precisión – tomé la decisión de marcharme a casa. Sabía que la ciudad [Múnich] estaba rodeada de soldados que tenían la orden de fusilar en el acto a los desertores. Por eso tomé, para salir de la ciudad, un camino secundario, con la esperanza de pasar desapercibido. Pero a la salida de un túnel estaban apostados dos soldados y, por un momento, la situación pareció sumamente crítica para mí. Por fortuna, eran de aquellos que estaban hartos de guerra y no querían transformarse en asesinos”. Entre soldados y desertor encontraron una excusa para dejarlo pasar y era un brazo que tenía vendado: “Camarada, estás herido. ¡Pasa, pues!”, le dijeron, y fue a su casa.
Otro encuentro con las SS
No terminaron ahí las angustian del ahora soldado desertor, pues un día “se alojaron en nuestra casa [familiar] dos miembros de las SS y nuestra situación se hizo así doblemente peligrosa. No podían dejar de advertir que yo estaba en la edad militar y, de hecho, empezaron a hacerme preguntas sobre mi situación. Era sabido que miembros de las SS habían ahorcado a varios soldados que se habían apartado de su tropa”, y además, el padre de Joseph vertía “sobre ellos toda su ira hacia Hitler”. “Pero parecía que un ángel especial velaba por nosotros, porque ambos desaparecieron al día siguiente, sin ocasionarnos desgracia alguna”.
Llegó el día en que los americanos arribaron a “nuestro pueblo. A pesar de que nuestra casa carecía de confort, la eligieron como su cuartel general. Se me identificó como soldado, tuve que ponerme nuevamente el uniforme que había guardado hacía tiempo, alzar las manos y colocarme entre los prisioneros de guerra, que, cada vez más numerosos, fueron acuartelados en nuestro prado”. Su madre sufrió mucho.
Finalmente fue acuartelado con 50.000 otros cerca a la catedral de Ulm y tras un tiempo de interesantes experiencias, liberado, el 19 de junio de 1945. El día que llegó a su casa, en Traunstein, “la Jerusalén celestial no me hubiera parecido más bella en esos momentos”.
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(1) Todas las citas son de Joseph Ratzinger – Mi vida. Recuerdos (1927-1977) Ediciones Encuentro. Septima Edición. Madrid. 2005.