A determinada hora, en el centro de cualquier ciudad del Perú, las conversaciones en las filas de paraderos retumban, en las de pequeños restaurantes o bodegas se vuelven señales de indignación, en el centro comercial llevando algo de comida para la casa se hacen eco de nostalgia por no poder traer algo más para los niños, y entonces, las voces de angustiados padres de familia se escuchan más fuertes por el alza de precios, por el tiempo que se pierde, por el desempleo que es lo único que crece, tanto como las deudas y la desesperación de millones de jóvenes sobretodo.
Aquí en el frío intenso de Huancayo, ya muy de noche, es tristísimo comprobar que el hambre da golpes más fuertes, yo no sé, como diría Vallejo ahora, seguramente.
Estamos a una cuadra de la iglesia del olvido, entre Real y Paseo La Breña, frente a la Catedral que alguna vez fue, porque ahora existe un monumento cerrado, ajeno a la oración. La gente lo dice, la gente lo siente, a la gente le duele.
El señor Barreto, fiel militante del gobierno y justificador de cualquier anormalidad, ha dejado a la deriva a la Iglesia, no se le ve acompañando a los pobres, a las mujeres campesinas, a los trabajadores de las calles que se llenan de frío, de lluvia y de soledad.
A menos de 50 metros, más de una docena de abandonados piden abrigo y pan, mientras en el palacio de Barreto sobran las frazadas y un espacio para acoger. ¡Por qué no abren las Iglesias grita el pueblo!
A diferencia de humildes y tenaces Sacerdotes de Iquitos, Chiclayo, Piura, Arequipa, Tarapoto, Huacho, Huánuco y muchísimas ciudades del país donde esas Iglesias han hecho que no falte la esperanza, el cardenal mira sobre el dolor y no se conmueve mientras el pueblo quiere Pan y Oración.
Barreto y Vizcarra parecen hechos para lo mismo: cerrar iglesias, cerrar escuelas, alejar a los hijos de los padres y de los abuelos, castigar los Domingos de Fe, condenarnos al egoísmo y a la separación de las familias y amigos.
Mientras ellos engordan, la delgada figura del obrero con hambre se dobla, la mirada de la mujer humilde está seca de tantas lágrimas que ya no tiene por dolor, la mano callosa del ambulante, del campesino, del chofer de mototaxi o cargador con parihuela se abren con más heridas. Y también en las casas de clases medias es el mismo sufrimiento y desesperación con las deudas impagables, ahora que no hay trabajo ni formas de mantener el presupuesto de casa, escuela, medicinas y comida.
Quien ve al pueblo en esas condiciones y no da ejemplo de entrega y sacrificio, es un inmoral, sea cura o político, igual es de cómplice con el daño provocado, además de la pandemia, por abandonar a la gente en el derrumbe de la economía y en el derrumbe que lleva al hambre y la miseria.
Las horas ya no cuentan, el poder no las detiene, la evidencia es la condena popular.
Pueden quedarse sin vacancia, sin censura, con sus tribunales a la medida de la corrupción, no importa, nosotros el Pueblo, sabemos perfectamente en nuestra opinión, lo que son: inmorales.