Cumplida la mitad del periodo de gobierno, desde La Moneda intentaron instalar la idea de que Chile está ahora mejor que en marzo de 2022. Esta premisa generó cierta estupefacción en los actores que intervienen en el debate público. Y es que cualquier espectador medianamente objetivo no vislumbra sobre qué fundamentos pueden sostenerse afirmaciones como “el país ha crecido” o “lo recibimos (el país) en una situación muy complicada, pero la hemos podido normalizar”. U otras que parecen oportunistas o simplemente irrisorias.
El gobierno de Boric asumió con viento de cola cuando la mística octubrista aún no se diluía, pero su apuesta refundacional de “cambiarlo todo” se extinguió antes de expresarse. El rechazo de la propuesta maximalista de la Convención Constitucional, en septiembre de 2022, selló prematuramente su suerte. ¡Menos mal!
Desde entonces el gobierno extravió definitivamente su agenda. Y en vez de echarle la culpa al empedrado o al gobierno anterior, como parece ser la obsesión de la ministra Vallejo, debiera reconocer, con una cuota de resignación, que sólo un par de leyes -reducción de jornada laboral y alza del sueldo mínimo- se anotan entre sus logros. Aunque probablemente también se hubieran aprobado si hubiera otro gobierno.
La realidad luego de dos años es nulo crecimiento económico, alta inflación y desempleo, deterioro de la educación y la salud, y una gravísima crisis de seguridad pública con migración descontrolada. ¿Para qué detallar un sinnúmero de ideas, acciones y errores que sólo revelarían el empecinamiento ideológico e ineptitud que han caracterizado a este Gobierno?
Concentrémonos en el mayor desafío que afronta el Gobierno: la crisis de inseguridad. De acuerdo con el índice 2023 de Paz Ciudadana, el temor a la delincuencia alcanzó el nivel más alto de las últimas décadas: 30,5%. Este dato constata el nulo impacto de las políticas adoptadas por el Ejecutivo para paliar la grave situación que padece el país.
Inciden además los riesgos que supone para la ciudadanía el nivel de violencia alcanzado por la delincuencia y los nuevos modos de delinquir que trae aparejados el crimen organizado. La triste realidad es que cualquier persona -sí, cualquiera- puede ser víctima de asalto, portonazo, encerrona, secuestro, desaparición, descuartizamiento, etc. Esto explica que la necesidad de solicitar militares para colaborar ante la ola delictiva que avanza sobre el país haya cruzado hasta el alcalde de Maipú, militante de Revolución Democrática.
Aunque el Presidente Boric, ha reconocido, por fin, que la crisis de seguridad “es efectivamente grave”, llamó a recordar las condiciones en que le entregaron el país, aludiendo a la violencia en la zona centro sur y “cómo las fronteras estaban absolutamente desprotegidas”. Sus declaraciones parecen las de un espectador que recibió una situación de violencia y descontrol migratorio, que incluye el ingreso y asentamiento de bandas criminales extranjeras, sin haber tenido responsabilidad alguna en las condiciones en que dicha situación se fue anidando en Chile.
No fue así. Boric fue un actor gravitante en la instalación de esta crisis. El año 2018 declaraba abiertamente en Twitter: “No tengo problemas con inmigrantes sin papeles”. Un año antes había visitado al frentista Jorge Mateluna, condenado por asociación ilícita terrorista y por asalto bancario, pidió su liberación y luego, como Presidente, lo indultó. El 2018 rindió honores a Hernández Norambuena, otro frentista condenado por el crimen de Jaime Guzmán, y se juntó en secreto con Palma Salamanca en Francia, también autor del crimen contra el senador. Durante octubre de 2019, llamó a la desobediencia civil mientras evadía el pago del pasaje del Metro e increpaba a gritos a los militares. Ese mismo año, rechazó la penalización de las barricadas. En 2021 se negó a extender el estado de emergencia en la Macrozona Sur y votó en contra de la ley que tipificaba como delito el maltrato a bomberos, de la ley anti-saqueos que obligaba a los partidos a condenar la violencia y de la ley Juan Barrios que aumentó las penas asociadas al delito de incendio.
Como vemos, Boric y su coalición no sólo rechazaron con sus votos parlamentarios las iniciativas del gobierno de Sebastián Piñera para asegurar un mínimo de orden público durante esos convulsionados años que siguieron a octubre de 2019, sino que, por el contrario, ejercieron fuerte influencia mediática y apoyaron con vigor causas que atentaban contra la paz y el orden público, contribuyendo a agudizar la ola insurreccional.
Luego, ya en el gobierno, en agosto de 2022, Boric negó que existiera una crisis de seguridad, mientras su subsecretario Monsalve hacía lo propio desconociendo que el Tren de Aragua se hubiera instalado en Chile. Ese año terminó con el inesperado indulto de una caterva de delincuentes y terroristas a los que el presidente consideró “presos de la revuelta” y a quienes posteriormente premió con pensiones de gracia.
¡Qué decir de sus colaboradores! Desde el 2011, el actual ministro Cataldo trataba de “torturadores” a Carabineros en sus tuits. Nicolás Grau, en 2021, se refería a la policía uniformada en Twitter como “pacos asesinos”. En 2019 la ministra Antonia Orellana afirmaba en la misma red que Carabineros debía acabarse y en 2021 se refirió a la institución como “criminal”. Consignas similares se leyeron del subsecretario Cuadrado y otras peores de la subsecretaria Cabrera en 2017, como que el terrorismo era “de Carabineros hacia la comunidad mapuche”.
Por todo esto, es muy improbable que los intentos que haga este Gobierno para revertir la crisis de inseguridad que se ha extendido a todas las comunas del país sean suficientes. Se estrellarán con un desprecio por el Estado de Derecho y un rechazo visceral al legítimo uso de la fuerza por las policías que ellos mismos ayudaron a incubar en Chile.
Nota de Redacción: el presente artículo fue Publicado en El Líbero, 16 de marzo de 2024