El filósofo coreano Byung-Chul Han vuelve con un nuevo libro: “La desaparición de los rituales. Una topología del presente” (Herder, 2020).
Como de costumbre, Han le toma el pulso a la cotidianeidad y encuentra que nuestro mundo sufre una fuerte ausencia de lo simbólico y ritual. Hay un simple trotar, todo pasa y poco queda. “Al tiempo –señala- le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable”.
Más que vivir, en muchos tramos del día, simplemente transcurrimos. Atropellamos las cosas y, aun a nuestro pesar, maltratamos las formas rituales que, “como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas”.
“Los ritos –anota Han- son acciones simbólicas. Transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad (…). En el vacío simbólico se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida. Disminuye la experiencia de la duración. Y aumenta radicalmente la contingencia”.
Los ritos, pues, no son meras “formalidades”, vestigios inertes que lastren la vida e impidan que ésta fluya en su espontaneidad y frescura. Esto último solo les pasa a aquellos rituales que, como hojas secas de un árbol, caen al faltarles la sabia vivificante del tronco de la vida. No es así, en cambio, con aquellos ritos que permanecen unidos al movimiento actual de la vida en su dimensión humana y trascendente.
Qué importante son las formas y la experiencia de la duración para tratar adecuadamente los diversos ámbitos en los que nos desenvolvemos.
Por ejemplo, anota Han, “con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón”. A cada actividad hemos de darle lo suyo, el trato que le corresponde.
Así, en el plano de las relaciones interpersonales cuánta belleza ganan los vínculos filiales, fraternos, amicales con las buenas maneras en el trato. Los detalles de cariño, las muestras de afecto tienen sus ritos y su duración. No se puede ser tierno en un segundo. La ternura requiere tiempo, delicadeza, ¡duración!
Byung-Chul Han acierta al indicar que los rituales despiertan en nosotros la capacidad de orientarnos hacia el otro, nos ayudan a salir de nosotros mismos.
Dice: “quien se entrega a los rituales tiene que olvidarse de sí mismo. Los rituales generan una distancia hacia sí mismo, hacen que uno se trascienda a sí mismo (…). El culto narcisista a la autenticidad nos vuelve ciegos para la fuerza simbólica de las formas, que ejerce una influencia no desdeñable sobre los sentimientos y los pensamientos. Sería concebible un giro a lo ritual, en el que las formas volvieran a ser prioritarias. Ese giro invertiría la relación entre dentro y fuera, entre espíritu y cuerpo”.
Esta función de los ritos fortalece las competencias vinculadas al servicio: quienes están familiarizados con los protocolos de atención al cliente y mejora de la experiencia del cliente lo saben de primera mano.
Finalmente, del mismo modo que decoramos la casa para celebrar la fiesta de la Navidad, “los rituales y las ceremonias son actos genuinamente humanos que hacen que la vida resulte festiva y mágica. Su desaparición degrada y profana la vida reduciéndola a mera supervivencia”.
La vida buena y bonita se consigue con la práctica de los ritos, signos vivos de la nobleza espiritual.