De que se viven tiempos de mayor exaltación y efervescencia en Latinoamérica, nadie puede tener una doble opinión. En mayor o menor escala, movimientos y fenómenos sociales de particular análisis en Colombia, Perú o Chile han marcado la agenda política desde hace al menos unos años.
En este contexto, Chile inició un inusitado proceso constituyente que hasta hace algunos años, nadie se habría imaginado en un Gobierno de centroderecha. Perú ha visto ya a 3 Presidentes en los últimos 4 años en una clima además, de violentas manifestaciones. Así mismo, Colombia también vive jornadas de violentas manifestaciones que han agudizado una crisis política y social como no se vivía en el país cafetero desde hace mucho tiempo.
Cierto es que llama la atención que estos procesos y clima de violencia, se den en los 3 países más liberales de América del Sur (los tres miembros de la Alianza del Pacífico) y que dicho malestar social no sea así de visible en países en donde objetivamente podrían encontrarse mayores y justificadas razones, como Argentina, Bolivia o Venezuela (este último ya no resiste análisis en cuanto a los niveles de pobreza o libertad civil y económica).
No obstante, creo que dicho análisis, si bien puede encontrar asidero en la realidad, resulta totalmente insuficiente y requiere por parte de quienes precisamente defendemos las libertades de las personas y el rol garante del Estado al servicio de la persona, un análisis más profundo, que además de dar soluciones a los problemas del Estado, encuentre sentido en las personas, particularmente como respuesta a proyectos políticos que comprometen las bases de la institucionalidad y estabilidad democrática de nuestros países y que dicho sea de paso, han encontrado un inusual éxito electoral.
En tal sentido, una primera retrospección necesaria de llevar a cabo, es el sustento doctrinario que tienen los principales líderes políticos de derecha. No resulta extraño ver con mayor frecuencia a políticos del sector, abrazar ideas y agenda de izquierda por falta de respuesta, o lo que es peor aún, de convicción, amparándose además, en soluciones de corto plazo o temor electoral. Y lo que si se ve cada vez menos, es proponer una agenda propia capaz de instalar debate en la opinión pública.
Así, no es de extrañar que las personas, al no advertir propuestas concretas, una idea de Estado al que conducir, terminen por abandonar dichas ideas o bien, al sector político que las representa.
Lo anterior, si bien puede resultar fácil en las palabras, ciertamente no lo es en la práctica y exige de cierto patriotismo. Además del sustento doctrinario, que exige entender, estudiar y leer los procesos políticos, requiere enfrentarse con el coraje que implica el riesgo de ser rehén de las encuestas, ser “funado” por redes sociales o medios digitales, defender ideas que no concitan apoyo popular, o derechamente perder elecciones. El patriotismo implica precisamente eso, anteponer los intereses de la patria a los intereses personales y asumir sacrificios, que ciertamente no todos están dispuestos a asumir.