Desde 2014, un millón de venezolanos han huido a Perú buscando refugio de la violencia, la pobreza y de una dictadura de izquierda respaldada por Cuba. Pero tras las elecciones presidenciales peruanas del 6 de junio, al menos algunos de ellos deben estar pensando que saltaron de la sartén al fuego.
Pedro Castillo, quien hizo su campaña en una plataforma de extrema izquierda, parece haber ganado por 48,000 votos de los más de 17 millones emitidos. Su oponente, Keiko Fujimori, está impugnando el resultado, pero dado su historial de presunta corrupción —y su vinculación con el régimen represivo de su padre, un expresidente que está en prisión cumpliendo una condena de 25 años por violaciones a los derechos humanos— una victoria de ella no sería muy esperanzadora, incluso si fuera previsible.
“Salí de Venezuela porque nuestro país ha sido destruido”, le dijo a Reuters una mujer que llegó a Lima hace dos años. “Es muy triste lo que pasó en estas elecciones. Nosotros ya pasamos por esto”.
En Venezuela, la democracia se quebró estrepitosamente hace años. En Nicaragua, el presidente Daniel Ortega está realizando una redada brutal y súbita de sus últimos oponentes.
Perú tiene una historia relativamente glacial de decadencia democrática. Los escándalos de sobornos y las intrigas entre facciones han generado cargos penales contra cuatro presidentes recientes; el año pasado, tres personas diferentes ocuparon la presidencia en una misma semana. Sin embargo, la crisis de Perú podría llegar a ser más desalentadora, porque hasta hace poco el país destacaba como una historia de éxito económico y social: el anti-Venezuela de América Latina.
El modelo de “economía social de mercado” de Perú, adoptado en su constitución de 1993, generó una mayor igualdad junto con un rápido crecimiento, y fue impulsado por las ventas de minerales a China y un acuerdo de promoción comercial con Estados Unidos.
En el último cuarto de siglo, el ingreso per cápita real de Perú casi se ha triplicado; su índice de pobreza ha caído de más de la mitad de la población a una quinta parte; y su índice de Gini, una medida de distribución del ingreso, es en la actualidad uno de los mejores de América Latina.
93% de los peruanos en condición de pobreza tuvieron acceso a la electricidad en su hogar en 2020, un incremento en comparación con 63% en 2009, mientras que el acceso al agua creció de 44% a 77%, según datos compilados por los economistas Ian Vásquez e Iván Alonso. Detrás de estas cifras hay millones de vidas mejoradas y, de hecho, salvadas.
Fue un cambio verdaderamente alentador para un país que casi colapsó a principios de la década de 1990 debido a la hiperinflación, el terrorismo maoísta y la represión militar.
Luego vino el COVID-19, que le ha quitado la vida a 188,000 peruanos, lo que ha resultado en la tasa de mortalidad per cápita más alta del mundo. La economía peruana dependiente de las exportaciones y el turismo se contrajo 11% en 2020, hundiendo de nuevo a dos millones de personas en la pobreza. Este conjunto de horrores, y no los logros pasados, fue lo que estuvo en la mente de los votantes peruanos en 2021.
Cualquier gobierno hubiera luchado por lidiar con esta situación, pero el de Perú no desarrolló un sistema de salud pública sólido durante los años buenos, un fracaso que los peruanos relacionaron con la corrupción crónica.
“La rabia es un sentimiento poderoso, y la pandemia la detonó en todo el país”, afirma Alonso.
A pesar del éxito del modelo económico peruano, no se formó ningún partido político de base amplia para defenderlo; los políticos de carrera, en cambio, fragmentaron varias organizaciones.
Castillo lanzó su candidatura en un nuevo partido cuyo secretario general es un médico formado en Cuba y abierto defensor del marxismo-leninismo. Sin embargo, el candidato en sí, un líder sindical de maestros de una remota aldea andina, se presentó como un hombre humilde y de voz suave, lo que contrastó de manera especial con los políticos de Lima que abarrotaron la primera ronda con 18 candidatos en las elecciones en abril (el presidente en funciones, un encargado designado por el Congreso, no se postuló para el cargo).
Los ataques frívolos pero sinceros de Castillo contra el libre mercado y las compañías mineras extranjeras le hicieron ganar 19% de los votos, suficiente para calificar a la segunda vuelta del 6 de junio contra Fujimori, quien obtuvo 13%.
Y así fue como el fragmentado sistema de elecciones presidenciales directas del Perú le ofreció a los votantes la posibilidad de elegir entre los dos candidatos que el público percibía de forma menos favorable, según las encuestas.
Haciendo campaña con un sombrero de paja amarillo, Castillo se terminó beneficiando de la versión peruana de la división republicana-demócrata de Estados Unidos: una brecha cultural profunda y de vieja data entre las zonas rurales montañosas andinas, pobladas en gran medida por miembros de etnias indígenas, y la capital cosmopolita, Lima. La ciudad, que alberga a un tercio de la población del país, se inclinó fuertemente por Fujimori, mientras que las grandes mayorías rurales apoyaron a Castillo.
Como muchos otros eventos en la política global de hoy —incluyendo los de Estados Unidos— las elecciones de Perú podrían haber estado abiertamente disputadas en temas legislativos, pero se decidieron en realidad por asuntos de cultura e identidad.
Esto podría traducirse en que Castillo no tenga la autoridad necesaria para sus ideas más radicales, entre las que se incluye una asamblea constituyente similar a la de Venezuela para reescribir la Constitución. Muchos peruanos parecen tener la esperanza de que Castillo les preste atención a los asesores moderados o sea controlado por el Congreso, que está bajo el dominio de la oposición.
Sobre el autor: Charles Lane es redactor editorial en The Washington Post, especializado en política económica y fiscal, además es conocido por ser un columnista semanal.
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El artículo se publicó originalmente en inglés y se ubica en el siguiente enlace: https://www.washingtonpost.com/opinions/2021/06/15/tragic-decay-latin-american-success-story/