El acuerdo de paz de 2016 entre la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Estado colombiano prometía una nueva era, pero quienes están en la primera línea del conflicto continúan esperando su llegada.
Activistas locales, comúnmente conocidos como líderes sociales, se han convertido en los promotores más fervientes del acuerdo, defendiendo los derechos humanos, el acceso a la tierra y el desarrollo económico en sus comunidades. Sin embargo, aunque el acuerdo les ofrece protección, muchos de estos líderes ahora viven con miedo.
Desde el 2016, al menos 415 han sido asesinados y cientos más han sido víctimas de hostigamientos o desplazamientos forzados. Para muchos otros, el precio de su seguridad es su silencio. Las restricciones a la movilidad impuestas por el gobierno como medida para contener la pandemia de COVID-19 son desatendidas por grupos armados no estatales, que las han aprovechado para expandir su control, incrementando aún más la violencia.
Si no se toman medidas urgentes para aliviar la desesperada situación económica en las zonas rurales, fortalecer los mecanismos para judicializar a los responsables y modificar el enfoque combativo y a menudo contraproducente del gobierno hacia la seguridad interna, el gran esfuerzo por crear una paz duradera en Colombia podría verse despojado de su base de apoyo más importante.
Los asesinatos de líderes sociales son en sí una tragedia, pero también resaltan la fragilidad del acuerdo de paz y la gama de saboteadores que enfrenta. La gran mayoría de los asesinatos ocurren en áreas históricamente afectadas por el conflicto, como Antioquia, Cauca y Chocó. Las cifras de la fiscalía sugieren que más del 59 por ciento de los asesinatos pueden ser atribuidos a grupos armados conocidos, el 39 por ciento a personas o bandas desconocidas y el 2 por ciento a oficiales militares.
El acuerdo de 2016 motivó a los líderes sociales a continuar promoviendo los intereses de sus comunidades y denunciando abusos, pero ahora han resultado en la mira de los grupos armados. Los asesinatos y las amenazas también transmiten mensajes a la población: permanezca en silencio, abandone su territorio, no defienda ciertos derechos o manténgase dentro de las fronteras invisibles demarcadas por los grupos armados.
Entre los posibles autores de estos crímenes sobresalen los disidentes de las desmovilizadas FARC, combatientes de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y varios grupos criminales, algunos de ellos reencarnaciones de grupos –de narcos- paramilitares disueltos.
En muchos casos, estos grupos rivales ven a los líderes sociales como obstáculos para sus negocios ilícitos (en particular la producción de coca y el tráfico de cocaína) o para sus estrategias de obtener la lealtad de las comunidades a la fuerza.
Otros asesinatos apuntan al papel de intereses oscuros en el Estado, negocios locales o las fuerzas armadas. Algunos líderes sociales que presentan denuncias tras recibir amenazas de muerte temen que los funcionarios que deben protegerlos estén aliados con los delincuentes. A otros les preocupa que los esquemas de seguridad los conviertan en objetivos más obvios. Casi todos expresan su frustración al tener que navegar por el denso laberinto de la burocracia estatal para buscar ayuda.
Dos gobiernos sucesivos (el primero liderado por el ex presidente Juan Manuel Santos y el actual por el presidente Iván Duque) han luchado por contener el aumento de violencia, un asunto con tanta importancia política que ocupó un lugar destacado en la lista de reclamos durante las protestas masivas que paralizaron muchas ciudades colombianas a finales de 2019.
El núcleo de la respuesta del presidente Duque ha sido ofrecer protección física, como vehículos blindados y escoltas a las personas en riesgo, mientras utiliza a la fuerza militar para combatir a los grupos armados que presuntamente llevan a cabo la mayoría de estos asesinatos. Casi 5000 líderes sociales se benefician de estos esquemas de protección, que, sin duda han salvado vidas. Sin embargo, los agentes de seguridad del Estado a menudo requieren que los líderes bajo su protección se muden a áreas urbanas y abandonen sus comunidades, lo que en la práctica acaba con su papel de liderazgo local.
Aún más grave es que el gobierno no ha hecho un diagnóstico adecuado de los problemas socioeconómicos que están detrás de estos ataques. El gobierno de Duque está convencido de que acabar con los negocios ilícitos y debilitar militarmente a los grupos armados es lo que les permitirá a los líderes sociales vivir y trabajar en paz. Pero un considerable número de activistas señalan que incrementar la erradicación forzada de cultivos de coca e intensificar las operaciones militares contra los grupos ilegales en realidad empeora las condiciones de los líderes sociales y pone en peligro a las comunidades en esta etapa del posconflicto.
Ningún grupo armado en Colombia actualmente es lo suficientemente poderoso como para enfrentarse militarmente al Estado; cuando sus intereses se ven amenazados, estos grupos toman represalias contra las comunidades, y en particular contra los líderes que se oponen abiertamente a su dominio.
La pandemia de COVID-19 amplifica la urgencia de la situación. Durante casi seis meses, Colombia restringió los viajes internos para limitar la propagación del virus, dejando aisladas a muchas comunidades remotas. Los grupos armados se han aprovechado de la distracción del gobierno para reforzar su control sobre el territorio, imponiendo estrictos controles sociales, como toques de queda, bajo la apariencia de cuarentenas, controlando la distribución de alimentos y amenazando a cualquiera que se pudiera considerar contagioso.
Incluso en medio de estos problemas, el gobierno podría encontrar un mejor enfoque de prevención y mitigación. Las reformas rurales establecidas en el acuerdo de paz de 2016 establecen el mejor camino a largo plazo para poner fin a la violencia, al fomentar alternativas económicas lícitas para los agricultores.
A corto plazo, el gobierno debe evaluar alternativas para proteger colectivamente a grupos y comunidades, además de continuar protegiendo a los individuos. El Estado también debe ampliar el número de instituciones estatales aptas para recibir denuncias de amenazas contra líderes. Deber incrementar la judicialización de estos crímenes, incluidas las redes de apoyo y de complicidad en las que operan los delincuentes, algunas de las cuales pueden llegar a permear el Estado.
El ejército colombiano debe considerar las posibles repercusiones contra civiles antes de desplegar operaciones en contra de grupos armados. Por último, aunque el gobierno ha logrado avances en la creación de rutas adicionales para la desmovilización, es necesario hacer mucho más para ofrecer incentivos a los grupos armados para que depongan sus armas.
La violencia focalizada en las periferias rurales o urbanas de Colombia no es nada nuevo. Pero tras un acuerdo de paz histórico, las amenazas y los ataques diarios que enfrentan los activistas sociales están erosionando la posibilidad de que el país pueda pasar la página del conflicto. Proteger a estos líderes, contener a sus enemigos y garantizar la seguridad de sus comunidades debe ser un pilar de la política de seguridad y la primera línea de defensa.