La reciente campaña electoral ha demostrado la compleja situación que enfrenta el país, pero ello no puede desestimar los resultados acumulados durante la última década. En particular, a pesar de las complicaciones de la presente pandemia, que supuso la mayor contracción de la actividad económica registrada desde 1989, el producto bruto interno (PBI) alcanzó un crecimiento acumulado del 27.1%, aunque hacia 2019 dicho dinamismo ascendía al 43%, según el Banco Central de Reserva del Perú. No obstante, el progreso no se limitó a ello, pues estos resultados fueron acompañados por mejoras sociales, como la reducción de la tasa de pobreza del 30.8% al 20.2% entre 2010 y 2019, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).
Desafortunadamente, a pesar de este desempeño, una proporción considerable de peruanos continúa en una situación precaria, lo que se agrava en departamentos como Ayacucho, Cajamarca, Huancavelica y Puno, en los cuales la tasa de pobreza oscilaba entre el 34.4% y el 39.4% en 2019, según el INEI. Empero, a pesar de la relevancia de esta situación, resulta preocupante que ello haya favorecido al auge de propuestas populistas, a lo largo de diversos planes de gobierno, a favor de una mayor intervención del Estado, como si eso fuera a resolver los problemas que afectan al país desde hace varios años.
Basta con recordar las experiencias previas en nuestro país para reconocer que, debido a su paupérrima gestión, una mayor actividad empresarial estatal solo lleva a millonarias pérdidas para el Gobierno y una ineficiente provisión de servicios. Por ejemplo, de acuerdo con el Instituto Peruano de Economía (IPE), durante el gobierno militar de Velasco Alvarado, las pérdidas acumuladas por las empresas públicas ascendieron a US$ 2,481 millones en 1979, un 10% del PBI, lo que obligó al Estado a endeudarse considerablemente, con una deuda pública que alcanzó un 41.3% del PBI, y a emitir más dinero, lo que implicó un crecimiento de la inflación anual del 66.7%. Esta situación inició el proceso de deterioro económico que generó la alta tasa de pobreza aún persistente en el país.
EXPERIENCIAS CONTEMPORÁNEAS: MISMOS RESULTADOS
Actualmente, las empresas públicas tienen una menor participación en la economía peruana, pero continúan siendo relevantes a nivel internacional. No obstante, el año pasado, el Fondo Monetario Internacional (FMI) advirtió que estas pueden ser complejas y costosas, sobre todo cuando están sujetas a una interferencia política excesiva; además, evidenció que las empresas públicas suelen ser menos rentables y poco eficientes[1]. Entonces, ¿por qué propuestas que enfaticen una mayor creación de ellas funcionarían en nuestro país, si la experiencia ha demostrado que pueden generar serios problemas?
En la región, las consecuencias de un mayor intervencionismo gubernamental se pueden apreciar con claridad en Argentina. Allí, la creación de varias empresas públicas, como Agua y Saneamientos Argentinos (AySA), en 2006; Energía Argentina (Enarsa), en 2004; Aerolíneas Argentinas, en 1949, entre otras, contribuyeron a la acumulación de la deuda por la pérdida que debía financiar el Estado, pues el gasto en subsidios en conjunto para ellas ascendió a US$ 3,706 millones tan solo en 2015, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). A finales de 2019, la deuda pública argentina era la más grande de América Latina y representaba el 90.2% de su PBI, según su Ministerio de Economía. Lamentablemente, el deterioro fiscal produjo un pésimo desarrollo, con un crecimiento acumulado del 80% entre 1983 y 2020 —cuando países como Chile alcanzaron un 350%—, y una expansión de la pobreza del 16% al 40% en el mismo periodo, según Jorge Remes Lenicov, exministro de Economía argentino.
Esto también se observa en los resultados de la expropiación de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), la empresa energética más grande de Argentina, en 2012, que se llevó a cabo para “recuperar la soberanía y control de un instrumento fundamental”, según el Ministerio de Cultura argentino. No obstante, tras ello, el rating crediticio de YPF comenzó a deteriorarse, al pasar de una calificación B+ en marzo de dicho año —que cataloga a la empresa como “especulativa”, pero no tan lejano del grado de inversión (BBB)— a un CCC en agosto de 2019, lo que implicaba una alta probabilidad de default del repago de sus deudas, según el mismo portal de la empresa. Peor aún, esto tampoco significó una mayor oferta de petróleo, pues entre 2011 y 2019 la producción de YPF disminuyó un 2.8%, según el Instituto Argentino de Petróleo y del Gas.
No obstante, las propuestas que apuntan a una mayor intervención gubernamental en la economía peruana también desconocen dos factores relevantes: la participación del sector público en “actividades estratégicas” y la baja ejecución del presupuesto. Por ejemplo, el 77% de estudiantes de educación básica pertenecía a escuelas públicas en 2020, pero la inversión pública del sector apenas ascendió a un 54.5% de su presupuesto (ver Semanario 1070), e inclusive la ejecución del sector salud apenas alcanzó un 63.9% en plena pandemia, según el Ministerio de Economía y Finanzas.
Sin duda, resulta poco creíble que los problemas que aquejan al país se solucionarán mágicamente con una mayor intervención gubernamental, sobre todo cuando, a pesar de la relevancia que mantiene en varios sectores, la gestión pública evidencia severas falencias en la administración de recursos.
[1] De acuerdo con el último Monitor Fiscal, el retorno sobre capital invertido (ROE, por sus siglas en inglés) fue siete veces superior en las empresas privadas respecto de las públicas, y estas últimas son más intensivas en empleo, pero registran cerca de la mitad de productividad por trabajador que generan las privadas.