Reflexión, disciplina, focalización, recogimiento son los conceptos que Max Jacob (1876-1944) desarrolla en su libro “Consejos a un estudiante” (Rialp, 1976). De Jacob he dado algunos datos en otra entrada del blog tertuliaabierta.wordpress.com a propósito de su “Consejos a un joven poeta). Se trata, esta vez, de unas recomendaciones nacidas de la reflexión y la experiencia del autor, a un joven interlocutor en edad universitaria. Consejos, igualmente, útiles para los que seguimos siendo estudiantes porque el estudio no termina, continúa a lo largo de la vida para aprender a ser más humanos.
“La espontaneidad es una cualidad noble, bella y encantadora -anota Jacob-, pero cuanto más prefiero una conciencia plena y una lenta reflexión”. Ser consciente de lo que se hace, ponerle corazón a la tarea, nada de medias tintas, huir de los automatismos; es decir, concentración y seriedad. Y para estar en lo que se hace, conviene tener una voluntad fuerte, entrenada para permanecer en la tarea, aunque sea una actividad difícil. Se entiende, por eso, que la sola espontaneidad no sea suficiente para sostener el esfuerzo de las horas de estudio un día y otro.
Saber lo que se hace es solo el principio, viene, luego, una lenta reflexión; algo así, como cocinar, intelectualmente, a fuego lento o a baño María la materia de estudio. Una conjunción de memoria y raciocinio. La memoria que almacena, ordenadamente, conceptos y experiencias; y el raciocinio para comprender los principios, causas, sentido de la realidad, representada en los textos, apuntes de clases que se estudian. Nada menos provechoso que abalanzarse, golosa y precipitadamente, sobre una materia, por el atajo del empacho. Este memorismo cortoplacista tiene poca utilidad, se esfumará como pompa de jabón, al menor tropiezo. Sólo la lenta reflexión consigue poner en sazón la materia estudiada.
Continúa diciendo Jacob que “el mayor mal del alma es la pereza. No hablo de la pereza de las manos, sino la del corazón dormido, la del espíritu sin ningún fin. Que su espíritu esté ocupado, ya sea por la solución de este o aquel problema, ya ejercitando la memoria en el estudio, ya por la observación… La apatía espiritual es una enfermedad, una calamidad”.
“Enfermo que come, no muere”, decimos en términos coloquiales. La falta de apetito en las comidas es signo de enfermedad. Del mismo modo, el alma que no anhela, ni desea está enferma, apagándose su tendencia a vivir fructuosamente. Los síntomas de esta dolencia espiritual son patentes: no hay planes ni metas, faltan intereses; el afán de logro y la vocación de servicio brillan por su ausencia. No esperemos llegar a este estado inanición. Al primer síntoma, retomemos la ruta ascendente de la cultura del alma.
Problemas, sí; amargura, no. “¡Nada de amargura! Rara cualidad la de seguir siendo un niño, un niño prudente, inteligente, profundo, sensible. ¿Por qué estar amargado? Dios está con usted. ¡Recójase!, recójase algunas veces, recójase a menudo. Viva con recogimiento”. Dificultades, injusticias, carencias las encontramos como piedras del camino.
Es necesaria una pedagogía del esfuerzo para lidiar con estos males, sin desfallecer en el intento. Temple recio para afrontar los obstáculos y confianza de niño asido a las manos de su padre Dios. Junto al buen ánimo, está, igualmente, el recogimiento, una actitud del alma que evita la dispersión, la precipitación y la disolución de la persona en las aguas revueltas del entorno.
Consejos para ser un buen estudiante y, sobre todo, para continuar en el empeño de llegar a ser cada vez mejor persona.