En la década de los años 80 –del pasado siglo-, se presentaba en la televisión norteamericana una crónica de la vida cotidiana en una comisaría neoyorquina, mostrando la cara más humana de los personajes para impactar positivamente en el público o buscar que los espectadores tengan en cuenta la humanidad de los personajes que iban mostrando. Así, sus miedos, sus flaquezas, sus relaciones personales eran conocidas y uno notaba que existía cierta cercanía con la vida propia, porque el televidente también coincidía en que compartía miedos, flaquezas y bastantes semejanzas en las relaciones personales.
Uno de los personajes más queridos en esa fabulosa serie de TV era un Sargento que cada mañana convocaba a la reunión de información (como cuando se hace el reparto de tareas o la asignación de objetivos en una empresa) y les decía al finalizar a todos los miembros de la comisaría: “Tengan cuidado ahí fuera” porque la vida, sea cual sea la responsabilidad que uno tenga, está expuesta a muchos peligros que son inevitables, sobretodo si vas a enfrentarte a los que delinquen y dañan la paz social, a los que te quitan tus ahorros o tu salario, a los no marcan distancia cuando la violencia y la agresión son una arma mortal para sus fechorías y además, lo hacen con insidia.
“Hill Street Blues” era el nombre de la serie de TV, pero en español se le bautizó como “El precio del deber”. Esta saga de numerosos capítulos consiguió varios Emmys (los Oscar televisivos) e inauguró un nuevo estilo cuyo impacto marcó trascendencia en la vida a todos los que la vieron y participaron comentando esos años las imágenes de la vida real, desde una Comisaría, en Nueva York.
Les cuento esto para entrar en escena, en la película de la peruanidad que ahora nos ahoga como producto del riesgo de salir de casa todos los días, porque necesitamos decirnos y que nos digan: “Tengan cuidado ahí fuera”, el gobierno los acecha, los observa, los está midiendo y pulseando con objetivos innobles y de alto riesgo.
Pero tenemos deberes que cumplir al salir a la calle, al acudir a la escuela y la universidad, al estar en el trabajo o trabajar del día a día, ¿O no? Y esos deberes para con nosotros mismos y para con los demás, vienen de casa, porque son sagrados, como la defensa de la Patria, de la Familia y de la Vida. En esas defensas, o para cumplir esa enorme tarea, tenemos principios que fundamentan los valores y requieren el compromiso constante, impulsándonos en virtudes. ¿Enredado esto? No, es muy simple. Los peruanos tenemos condiciones notables para avanzar, pero nos detenemos sin que existan motivos para hacerlo. Nos detenemos y a veces hasta esperamos que nos impidan avanzar, para no perder la costumbre de estar lejos de la gloria como nación.
¿Es esto posible Ricardo? –me preguntan con insistencia-. ¿Es que nosotros esperamos que nos suceda algo malo, como si fuese algo esperado? Así ocurre amigos y no amigos, sino existiría respuesta anticipada e inmediata para al adormecimiento voluntario de la ciudadanía frente al delito, el caos, la corrupción y la impunidad, frente a los pésimos gobiernos que nos agobian desde cada municipalidad, hasta palacio de gobierno, pasando por esas bandas criminales repletas de dinero público, llamadas gobiernos regionales. ¿Se dan cuenta?
El Perú es una sintonía diversa que alguien compuso sin darse cuenta que las contradicciones son el alimento de su existencia y le dan más vida –dolorosa y sangrienta vida-, que enriquecen la brutalidad y la hacen casi permanente, como si fuera un pre requisito para continuar en el fango y no superar la miseria existencial. ¿Tan fuerte es lo que nos ocurre y no nos damos cuenta? Es fuerte sí, es miserable, es doloroso y no le ponemos fin, sino que por esas cosas que son tan, pero tan peruanas, aparecen algunas alegrías que nos hacen cantar el Himno que casi nunca entonamos, que nos hacen lucir la Bandera que casi nunca izamos en casa como orgullo latente. Parece que es algo así como tener miedo a lo que nos une y guardarlo para que de vez en cuando lo hagamos resaltar.
Tenemos cuidado al salir de casa, pero no tenemos cuidado para que la casa nos siga esperando tal y como la dejamos. Nos preocupamos del minuto que vendrá después de un día de trabajo, y alimentamos el reloj del esfuerzo a cada segundo, pero no comprendemos que son los segundos los que sumados hacen los minutos y esos minutos de esfuerzos y construcción de trabajo hacen las horas y los días que forman la historia. Y los menospreciamos saltando de un tiempo a otro tiempo, sin hilar, sin tejer la secuencia y fortalecer la frecuencia del tiempo. ¿Entiendes esto? Se llama discontinuidad (que no es cambio por si acaso).
Un país no camina en discontinuidad porque en los espacios abiertos penetra la corrupción, la intolerancia, la impunidad, el delito en todas sus expresiones y acciones. Abrir huecos en el tiempo es el pecado político que le encanta a los cárteles de poder y de presión.
Frente a este cuadro donde se cruzan los esfuerzos y penetran los problemas, por provocación, por intencionalidad de daño y suplencia, los peruanos nos concentramos en nuestros derechos y olvidamos nuestros deberes, porque “pueden esperar” o porque “después ya vemos”. Es decir, dejamos espacios. ¿Lo ven? Y esos espacios se ocupan rápidamente por los facinerosos, por los delincuentes que aspiran a gobernar o volver a estar en el poder.
¿Tiene un precio no cumplir con “el deber” ciudadano? Claro que sí, se llama peor democracia y menor libertad.
Imagen referencial, “salgamos a luchar” por De Otro Lugar