Hace cuatro años, a fines de septiembre de 2019 Martín Vizcarra disolvió inconstitucionalmente el Congreso de la República apelando a una falaz “denegación fáctica” de facultades, en lo que constituyó un golpe de estado que todavía no ha sido sancionado penalmente; pero el país no olvida los crímenes del infame sujeto auto reconocido como un asqueroso lagarto.
Por eso, con la indignación que compartimos los ciudadanos demócratas, hoy transcribo algunos párrafos de mi columna del 17/12/20 publicada en este mismo espacio donde resumí -sin réplica alguna- la trayectoria del miserable con ocasión de su caída: Martín Vizcarra ha quedado como lo que siempre fue, un felón que traicionó a la patria desde que empezó en el servicio público, cuando apenas tenía 25 años de edad.
Según los múltiples testimonios y evidencias aportados por personas que están en la compleja situación de colaboradores eficaces de la justicia (es decir que se reconocen como delincuentes pero testimonian para reducir su pena), el moqueguano comenzó como pillo cuando ocupaba un cargo público secundario; luego incurrió en actos calificados como cohecho cuando fue presidente regional; ha mentido en cuanto a sus relaciones con personajes intermediarios de la corrupción; complotó contra su jefe, PPK, y deliberadamente lanzó una terrible persecución política tanto contra Keiko Fujimori y el presidente Alan García.
Está demostrada hasta la saciedad su incapacidad para gobernar, el criminal desmanejo de la pandemia, su deslealtad con los incondicionales de su círculo de poder íntimo y su asociación con periodistas prostitutos, empresarios corruptos, militares investigables y ONG antiperuanas.
Al escuchar su balbuceante autodefensa en el Congreso y contrastarla con los testimonios que lo incriminan solo sé concluir que el Perú ha estado en manos de un psicópata, de un tipo que los psiquiatras definirían como “un enfermo que sufre un trastorno de personalidad caracterizado por un comportamiento eminentemente antisocial, siendo frecuente la realización de actos en donde se infringen las leyes, ya sean hurtos, estafas o similares…”.
Su arrogancia e incapacidad para pedir perdón lo ha mostrado también como un megalómano, aquel que sufre de una condición psicopatológica “caracterizada por fantasías delirantes de poder, relevancia, omnipotencia, grandeza y una hinchada autoestima”.
Vizcarra como enfermo da lástima, como gobernante inmoral provoca furia (…) La historia, que todo recoge y nada perdona, algún día escribirá el epitafio de este ser aborrecible: “Aquí yace un miserable que usurpó el gobierno de nuestra patria. Dios no puede perdonarle”.
Nota de Redacción: Hugo Guerra escribe todos los miércoles en el Diario Expreso