Cuando un periodista –o que dice serlo- usa su libertad durante años para desparramar odio y resentimiento constantemente, deja de ser lo que pretende representar. Y si ese odio lo utiliza con una parodia miserable, pero con la puerta abierta para identificar a quienes está disparando, termina haciéndolo sobre sus propios pies, si es que traspasa la barrera de su propia conciencia, aunque la esté perdiendo hace tiempo y no se de cuenta.
Esconderse en un personaje ficticio para atenuar responsabilidades cuando se usa el exceso o el agravio para intentar ridiculizar a una persona o institución, es un camino que demuestra torpeza de origen. Pero claro, es una estrategia que se permite en algunas redacciones, en algunos pasquines.
Por ejemplo, un león depilado, de rostro aceitado, mascota de fin de semana, podría ser la definición del libretista del odio, pero no lo merece el león, un animal que ruge, ya que este leoncito avejentado y sin muelas, no es más que una mueca de valentía que grita ser víctima cuando le conviene, que grita ser juez cuando escribe, que ahora se pone a meditar y dar consejos sobre lo que siempre dañó.
Agresor con las mujeres, rey del insulto y soberbio autor que llevó esa asquerosidad al teclado hiriendo dignidades, haciéndose el chistoso en su propio humor, profano, mundano, inhumano, coge ahora un pincel, para clavarlo en tinta robada que no logra representar nada, porque nada es su esencia y sombra.
Creo que lo vi entrar a un chifita acompañado de su engreído de turno. Todo le asqueaba, todos le asqueaban. Usa un bastón para atacar y lleva una libreta de apuntes que tiene las esquinas mordidas todavía, un lapicero que coloca detrás de sus orejas, lentes oscuros como sus pensamientos y la ropa tan arrugada como sus principios.
Nadie lo saludaba, ni el espejo mostraba su figura. Se quejó del servicio, se molestó de un día de sol que no llegaba en invierno, se irritó cuando se mojó el pantalón, como si la incontinencia la controlase el dueño del chifa.
Esos son los intelectuales del lenguaje caviar que se revelan como inspiradores de los comediantes de la comunicación, que en la televisión se visten hoy de periodistas: molestos, antipáticos, creídos, sobraditos, ensimismados en su propio fango, odiadores y dueños de la verdad que se inventan.
Y si les dices algo, si les respondes, saldrán de sus hangares los defensores de lo que llaman ironía –insulto-, para llorar por la libertad de prensa, ya que nadie puede decir que han hecho algo malo ahora, las reproducidas, las mascotas de los caviares.